sábado, abril 08, 2006

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jueves, abril 06, 2006

María, madre y maestra de Jesús

El asombro de la madre es incomparable. La sorpresa la estremece. El niño en sus brazos trasparenta un amor que no cabe en el mundo. A los ojos de cualquiera, la criatura no se diferencia en nada de tantos otros recién nacidos, rojizo, ciego, feúco, inerme… Pero María que lo mira con fe sabe que no es un galileo más.

Cómo educarlo

Sus manos diminutas, sus escasos cabellos, ninguna marca celestial, indican su origen divino. Ella ve y basta. La Virgen intuye que la vulnerabilidad de Jesús es la expresión más genuina de su trascendencia. Otras señales nos alejarían del único Dios que no aterra al hombre. ¡Dios es amor! El amor nos asemeja, achica las distancias. El amor cautiva, atrae, promete y compromete, pero jamás intimida. Asombra a María exactamente lo que desestabiliza a los poderosos: la impotencia que vence porque convence. "¿Qué hacer con él? ¿Cómo educarlo?".

No camina. No entiende. Tampoco sabe hablar. Menos aún pensar. A nadie puede comunicar esa inquietud con que ha nacido, una especie de angustia en la traquea por unir el cielo y la tierra. El niño no hace teatro. Si llora, es que llora. Molesta porque ya le turba que, viniendo a los suyos, no será comprendido. No podría decirlo, pero lo presiente. Lo respira en un ambiente que tolera el crimen de los inocentes. Nunca ha escuchado hablar de víctimas, pero desde hoy comparte su sino. María y José tendrán aún que enseñarle las palabras, cuánto pesan las palabras, cómo juntarlas, cuándo dirigirlas derecho al corazón de las personas. De la conformidad plena de las acciones de Jesús con sus palabras, dependerá el éxito de la Palabra de Dios.

Así, humano, el niño es ya nuestro salvador. Unos viejos acuden y se devuelven. De un lactante, hijo de una pueblerina que no ha de saber ni escribir su nombre, mejor no hacerse ilusiones. Otros viejos se acercan y se quedan: abrigado, acariciado, mamando, Jesús los exime del cumplimiento religioso obsesivo que llena de gloria vana. El niño sacia la esperanza de los pobres del Señor.

"¿Qué hacer con él?", se pregunta otra vez la madre. ¿Qué habría que hacer para educar el amor que lo mueve? ¿Cómo hacerlo sin perturbar su originalidad? ¡Delicada tarea!

La decisión de María

La Virgen toma una decisión: "haré de Jesús un hombre". Si hubiera nacido niña, María habría intentado lo mismo. Sabe que esta decisión le costará cara. Si el niño llega a desplegar el misterio de su humanidad, una espada atravesará el alma de la madre. Hasta este día un hombre pleno, en realidad, no ha nacido. Ha habido, sí, esbozos, ensayos humanos mejores y peores. Unos han anticipado algo de la libertad de Jesús muy antes de su nacimiento; otros, envidiosos de su prójimo, habrán incidido a largo plazo en la generación de fariseos y saduceos que conseguirá eliminarlo. María acepta las consecuencias. Ya tan temprano, el amor que agita a Jesús libera a su madre del miedo a perderlo. ¡Lo perderá! Porque María es madre e hija de la libertad de Jesús.

La vocación de Jesús a amar este mundo como nunca nadie lo ha hecho, es esto lo que habrá de custodiar. Con la ayuda de José, María le contará la historia de la liberación de su pueblo de la esclavitud de Egipto, lo iniciará en los ritos que actualizan la salvación de Yahvé en el presente, le obligará a memorizar los preceptos fundamentales de la Alianza, y lo adiestrará en reconocer la voz del Espíritu que le permitirá interpretarlos. Para probar que el Creador del universo no se repite, el niño tendrá que aprender a heredar creativamente la tradición religiosa de su pueblo. ¡Nada de fundamentalismos! Que la tradición religiosa de Israel ayude a Jesús a discernir la voluntad de su Padre en los acontecimientos siempre nuevos de la historia. A una madre que no registre el temblor infinito de su recién nacido, no se le puede exigir que respete su conciencia, que eduque su imaginación: que lo ame más que a sí misma. Resultaría tan comprensible que una madre así se resignara a igualarlo al resto, para que sea idéntico a los otros niños, un niño normal y nada más. María que sí ha percibido que su hijo es Hijo del Altísimo, que cree en Jesús y en el Dios que lo engrandece, se pregunta una y otra vez: "¿cómo hacer de Jesús un hombre único, un hombre libre, un hombre que ame?".

Hijo de Dios e hijo del dolor

¿Cómo hacerlo en este mundo empecatado? ¡Cuántas tentaciones! Todo dependerá de su Padre, decide ella. Renunciándolo, enseñándole a mirar a Dios y a dejarse mirar por Él, María piensa asegurar lo principal. Si Dios es amor, el niño tendrá que confiar absolutamente en su Padre y desear sólo su voluntad. Si Dios lo ama, su hijo no debiera agachar la cabeza ante nadie. Tampoco tendría, por lo mismo, que exigir de los demás reverencias, favores serviles y tratos privilegiados. Ningún miedo debiera hacerlo retroceder. Las mañas con las que se consigue prosperar o salir del paso, en su caso no serán necesarias. Los milagros que haga los hará para que los enfermos y oprimidos de un pueblo tan empobrecido como el suyo, crean que el reino de Dios ha llegado. No moverá un dedo para salvar su propia piel. La Virgen le enseñará a rezar: unido a Dios el hombre aprende a reír, a dar con alegría, a jugar con otros pero sin las cartas marcadas.

Pero hay algo que su Padre no puede poner: el sufrimiento humano. María asume como tarea suya insustituible trasmitir a su hijo el milenario sufrimiento de los pobres de Israel. Lo hará con cuidado, para no quebrarlo, recordándole a la vez la maravillosa misericordia de Dios con los humildes. Para que Jesús sea un hombre, su madre se dispone a enseñarle a sufrir. El niño es carne de su carne. Le enseñará a escuchar. Sus oídos oirán las penas más grandes. Le enseñará a mirar. Se le gastarán los ojos, las lágrimas por los desdichados lo enceguecerán. Sufriendo, el niño aprenderá a amar a rienda suelta, indiferente a las amenazas, insobornable a cualquier arreglo con los potentados. Si María no dotara a su hijo de su propia sensibilidad, nuestras lágrimas no alcanzarían a Dios. Gracias a María el llanto de Jesús será nuestro llanto.

Y más. En la esclava del Señor, Jesús reconocerá la lección de su propio señorío. El secreto de la Virgen, causa eventual de su máxima difamación, preparará a Jesús para aguantar que los suyos, familiares y compatriotas, hablen mal de él. ¡Al hombre veraz lo muerde la infamia! María le hablará del siervo de Isaías… Cargando con la ineptitud de los que le quitarán la vida, víctima de una torpeza que pasa de generación en generación, Jesús ha de dar la vida por ellos mismos. Nadie es más libre que el hombre que en vez de odiar ama, que perdona en lugar de vengarse. Exculpando a sus enemigos, Jesús nos librará de la fatalidad de curarnos las heridas culpando de ellas al prójimo o a cualquiera.

¿Qué hará la madre para preparar al niño a la prueba suprema? Un día Jesús conocerá la soledad mayor, el abandono de Dios. La fuga de los amigos, la traición del que parecía leal…, nada se compara a la impresión de que Dios nos da la espalda justo cuando más lo necesitamos. Después de haber dedicado su vida a anunciar a los pobres y a los pecadores que Dios merece confianza, Jesús, a los ojos de la muchedumbre pobre y pecador, no conseguirá misericordia ni siquiera para él mismo. ¡Cuánto dolor tendrá que soportar este hombre! En el Gólgota Dios no hará nada. Pero María que vive de su fe, que no tiene otro consuelo que saberse única para el Señor, trasmitirá a Jesús la capacidad para mantenerse ante Dios y confiar en su amor, aún cuando todo indique que el Demonio puede más. María contagiará a su hijo la fe que el niño necesita para creer que Dios cree en él y que ama su vida contra todas apariencias.

Amor por la vida compartida

Ninguna pedagogía al sufrimiento servirá, sin embargo, si el niño no llega a amar la creación en todas sus expresiones. El sufrimiento por el sufrimiento es absurdo. La Virgen ama la vida. Ella, como Dios, quiere la vida de Jesús y no su muerte. Las piedras, las nubes, los sembríos…, requerirán de su hijo una atención prolija. María enseñará a Jesús cómo nacen los corderos, José le explicará cómo se cortan los ladrillos. La música, el baile, el vino y el olor del pan caliente debieran regocijar a Jesús como a cualquier judío de su tiempo. Entre ambos educarán sus sentimientos, infundirán en él un enorme aprecio por el matrimonio y la vida en familia. Un hombre que ama la creación y disfruta su belleza, desea que también los demás la gocen y agradezcan a Dios por ella. Jesús dará su vida para que los demás obtengan la vida en abundancia y la compartan con generosidad.

Para que la belleza de la tierra alegre a niños y ancianos, a amigos y enemigos, para que ningún pobre sea excluido de las bondades de la creación, recordamos que un día Cristo entró en la oscuridad de la muerte porque otro día María dio a luz al Salvador.
Publicado en Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Centro de Espiritualidad Ignaciana, Santiago, 2004.

miércoles, abril 05, 2006

Navidad, origen de la fantasía

A simple vista, los relatos evangélicos de “encarnación” y “nacimiento” del Hijo de Dios complican innecesariamente la fe. ¿Para qué nos han forzado los evangelistas a admitir hechos que la razón no puede reconocer? Habría bastado contarnos la historia de un hombre muy hombre, Jesús, con quien Dios se identificó hasta las últimas consecuencias. ¿No es esto suficiente? ¿Agregan tales relatos algo de veras novedoso?

¡Por supuesto que narran cosas nuevas! Considerada la rutina atroz que nos devora, hay algo que nunca perdonaremos a los evangelistas: su mala memoria y su flojera. ¡Qué les hubiera costado decirnos cómo fue Jesús, el color de sus ojos, su mirada, quién le enseñó a leer, cuándo aprendió a hacer cariño, dónde. Jesús es novedad pura, inspiración perenne, cualquier otro dato suyo nos habría refrescado la vida... Aunque quién sabe: lo poco o mucho que sabemos solemos codificarlo.

No. No deliraban los autores de los libros sagrados al describir los orígenes de su vida. Hechos trascendentes, fabulosos, comparables a la creación del mundo y a la resurrección del mismo Jesús. Si nadie puede explicar cabalmente por qué paren las alpacas o quién contrató abejas para polinizar los huertos, ninguno estuvo para contarnos cómo fue esa concepción virginal. Al igual que el comienzo de las cincuenta millones de galaxias, de modo parecido a como brota la vida del otro lado de la muerte, también la "encarnación" excede la mente humana. Sólo la imaginación y mucha arte pueden expresar su tremendo significado. Como niños pequeños que gustan del papel de regalo casi más que de los regalos mismos, también nosotros gozamos estos días los capítulos de Lucas, Mateo..., envoltorios de un mensaje maravilloso, original y por eso desconcertante: el Todopoderoso se hace presente entre nosotros como un “todomenesteroso”, un pobre con mayúscula, un dios con minúscula, falible, tierno, cercano, incapaz de asustar a nadie, ávido de ese otro cuerpo que lo abriga. Así, con cuidado, despacio, compartiendo nuestro llanto, hace irrupción entre nosotros el amor en persona.

Es Dios mismo que tiene algo que decirnos. Aprenderá primero a hablar. Es un Dios distinto, un Dios humano, el único verdadero, no es un ídolo, un títere de ventrílocuos. Nada tiene Jesús que enseñar mientras su madre no le enseñe a conversar. De momento, todo es silencio... ¡Miento! Ya habla. ¿Cómo descartar el modo del contenido del mensaje? Este largo y delicado preámbulo, aquel diálogo de corazón a corazón, ¡libre!, del Angel Gabriel con María la virgen es ya ahora sustancial, novedad extraordinaria entre tantos que imperan sus intereses disfrazándolos de razones. Jesús, la Palabra divina hecha niño, resplandece en las tinieblas de tanta palabrería huera.

El niño acumula autoridad: grita de hambre, gusta el calor, presiente el amor..., adivina sus derroteros. El niño tendrá algo que decir, todavía no sabe qué. Cuando el dolor de los galileos empobrecidos le retuerza el corazón, balbucirá: “No”. Habiendo cargado con la pena de mujeres y enfermos, militares y ricos, oprimidos y excluidos por incumplimiento de la Ley judaica, se rebelará contra la religiosidad de su época. Un hombre, ¡un Dios! que se rebela contra la religión. Este niño abrirá un sendero nuevo. Actuará en conciencia: conocerá la soledad, los enemigos... Su carta fundamental será la misericordia. Después de él, nadie será verdadera “autoridad” más que el que obedece al amor y modifique la ley de acuerdo a las exigencias de la caridad. ¡Esta es la libertad, don supremo del Espíritu! Por nuestra libertad apostará su vida. Hasta este nacimiento el mundo ha vivido bajo amenaza de palos, mordazas y destierros, condenado al miedo y a la muerte. De Belén en adelante, la libertad no es más una concesión de los poderosos, sino el origen de toda norma y el fin de toda conducta. Desde entonces es posible la ética de la misericordia, que tanto nos cuesta imaginar.

¡Ven, Señor Jesús! Trae contigo creatividad a granel, la creatividad de tus parábolas, la poesía de tus comparaciones. ¡Cambios! ¡Queremos cambios, muchos cambios! Si fuimos capaces de abolir la esclavitud que parecía tan natural, ¿no podremos inventar soluciones ingeniosas para los que fracasan en su matrimonio? Me dicen que perdonas pero no olvidas. ¡Infamia! Danos fe para creer que sí perdonas. Crea con nosotros ese orden del perdón que bosquejamos a tientas. Disipa la esclerosis de nuestra alma, flexibilízanos. Sácanos de una vez por todas de la Edad Media.

¡Ven, Señor Jesús! ¡Hay tanta violencia en nuestra comunicación! Ni siquiera es necesario asomarse a los estadios. ¡Ay del que escriba contra el capitalismo! Si ni siquiera a los políticos se los deja discrepar tranquilos. En cambio los sentimientos del Papa se invocan como argumentos de razón. Si te utilizamos a ti, ¡cómo no lo haremos con el Papa! Apariencia de comunicación, simulación de paternidad, manipulación de la opinión pública, esto es lo que sobra. Abundan los distorsionadores sociales. Falta debate abierto, respetuoso, derecho a equivocarse y a rectificar... Es preciso tu amor a la verdad, faltas tú, tu hablar directo, sin vericuetos, dialogante, vulnerable a las penas ajenas, abierto al cambio de opinión.

¡Bienaventurados los evangelistas! Sus relatos de Navidad rescatan la creatividad de Dios amenazada más que nunca. ¿Cómo de otro modo habríamos sabido que Jesús es la palabra más dulce de misericordia dicha a la miserable historia humana? La vida se está poniendo muy pesada, luces vemos pocas. Trabajamos demasiado, gozamos cada vez menos. Dos cosas te pido una vez más: misericordia y nuevas ideas para inventar la misericordia. Una tercera cosa te pido y basta: tráenos fantasía, que no nos basta ni la razón ni la fuerza. Fantasía queremos. Tú la tienes, tú la eres. ¡Te esperamos, Señor!
Publicado en Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

De la sagrada familia a la familia humana

Es asombroso que Dios haya entrado en la vida humana mediante una familia como las nuestras. Llama la atención la normalidad de Dios. ¿De qué normalidad se trata? La familia escogida fue tan pobre, tan común, como la inmensa mayoría de las familias del planeta. Pero, en realidad, la normalidad de la familia de María, José y Jesús consistió en ser tan anormal como muchas de nuestras propias familias e incluso más. Lo más sorprendente es que Dios, en vez de intentarlo todo de nuevo y de la nada, haya contado con la desintegración de la sagrada familia, con los restos de Israel, para levantar la Iglesia, la comunidad que inaugura la familiaridad de toda la humanidad.

Es difícil decir qué sea una familia “ideal”, aunque una buena idea de familia ayuda a buscarla, a encontrarla y, por cierto, a disfrutar de tantos bienes que ella facilita. Pero la familia ha cambiado mucho a lo largo de la historia. A veces pudo ser la tribu. Otras, un familión que incluía a primos, tíos y abuelos. Ahora último parece legítimo excluir a los ancianos. Los cambios que se avizoran para el futuro próximo son preocupantes. En lo inmediato, vistas las cosas de cerca advertimos que en las familias hay problemas: discordia entre los esposos, violencia con los hijos, un adolescente drogadicto, una soltera embarazada, el marido cesante, la madre estresada, más de un abuso sexual, etc. Los roles cambian. Una mujer suele hacer de pater familias de un grupo humano considerable. Tantos que viven en soledad, en cambio, consideran familiares a sus animales… ¿Cuánto dura una familia? ¿Cómo hay que considerar a los separados vueltos a casar o los que nunca se han casado y viven juntos? Aunque se diga que tales irregularidades no constituyen “familia”, a ellos la sagrada familia abre otra oportunidad.

La sagrada familia tuvo un comienzo crítico y un final dramático. Hagamos memoria. Dios mismo hizo las cosas difíciles al pedir a María ser madre virgen de Jesús. El castigo para una novia que quedara esperando de otro hombre era morir apedreada. María se arriesgó. Antes de tomarla como esposa, José pudo denunciarla, estaba en su derecho, quién sabe si quiso hacerlo. El parto fue a lo pobre. Los primeros años transcurrieron en el exilio. Dice la tradición que José murió poco después. La familia quedó trunca. Posiblemente la Virgen y el niño partieron a vivir de allegados con otros parientes, arrinconados, pidiendo permiso y perdón por cada respiro. Por último, el mismo Jesús, la luz de los ojos de María y la esperanza de liberación de su pueblo, murió condenado a muerte con la peor de las penas. A los pies de la cruz, la Virgen contempló el fracaso final de su familia. María supo en carne propia lo que significa perderlo todo, marido e hijo.

La sagrada familia compartió la suerte de nuestras familias, incluso la suerte de las familias más golpeadas. Pero en algo fue muy distinta. En ella Dios predominó de principio a fin. Por la fe de María predominó en María. Por la justicia de José prevaleció en José. Por la dedicación completa de Jesús a las cosas de su Padre, nunca antes ni tampoco después el amor de Dios estuvo tan a la mano. Pero fue a través del fracaso de la sagrada familia, así de increíble, que supimos de la familiaridad de Dios con toda la humanidad. El día que Jesús dijo a María, señalando desde la cruz a su discípulo más joven: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y a Juan: “Ahí tienes a tu madre”, la Iglesia despuntó como la nueva familia humana. Comprendieron entonces los demás discípulos, muchos de los cuales habían dejado padres, esposas e hijos por el reino, que también ellos tenían a la Virgen por madre y por Abbá al Padre de Jesús, y que su misión no era otra que anunciar al mundo su hermandad más profunda. La Iglesia representa la superioridad de la familia humana sobre la familia sanguínea. La Iglesia es la humanidad que pone en práctica la vocación de toda comunidad, grande como el entero género humano o pequeña como un piño de mendigos, a comenzar de nuevo pero no de cero, sino con los que somos, mediante la acogida y el perdón.

Para los que han tenido una familia más anormal de lo normal, para las familias quebradas y para los quebrados por su familia, la Iglesia es en Navidad el Evangelio puesto al día, la mejor de las noticias. Con lo que quedó de la sagrada familia, María y el hijo muerto en sus brazos, Dios comenzó de nuevo. En Pentecostés, por la efusión del Espíritu de Jesús resucitado sobre los apóstoles reunidos otra vez con María, Dios inauguró la Iglesia para que extendiera su paternidad a todas las razas de la tierra. Partos, medos, elamitas, mesopotámicos, judíos y capadocios, habitantes del Ponto, de Asia, de Frigia, de Panfilia y de Egipto, venidos de Libia, forasteros romanos, cretenses y árabes, fueron invitados a integrarse a la comunidad naciente, la nueva sagrada familia, abierta a todos, principiando por los pobres, los predilectos del reino. Este fue y éste es el Evangelio: buena nueva también para los extraños. La Iglesia anuncia el Evangelio cuando en ella encuentran un hogar los que nunca han tenido un hogar o lo perdieron, las viudas, los huérfanos, los solteros, las temporeras, las “nanas”, los allegados, los divorciados, los exilados, los inmigrantes y los refugiados, lleguen solos o tomados de la mano, con o sin los papeles al día, creyendo ojalá o queriendo creer al menos que Dios es Padre e incluso Madre.
Publicado en Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

La navidad del Cristo inmigrante

No discuto la obligación del Gobierno de regular la inmigración. Un cierto límite a los extranjeros preserva la paz. Pero no es la protección contra los extranjeros lo que asegura la paz, sino acogerlos y asimilarlos. Miremos la historia: ¿quién es más chileno que el mestizo, mezcla de nativo e inmigrante a lo largo de sucesivas generaciones?

Tengo a mano tres casos prometedores. Entre las micros de la Alameda vi a un vendedor ambulante peruano con un gorro que decía "Chile". ¡Qué símbolo! Pero, ¿de qué? ¿Trataba de ganar la simpatía de sus clientes? ¿Se protegía contra posibles agresiones? Tal vez quería sinceramente ser otro chileno más. ¿Por qué no?

Un caso mejor es el de tantas nanas que han dejado el Perú para venir a cuidar niños chilenos. Varios reparos se podría hacer a la calidad moral de estos empleos, pero lo que aquí importa es la convivencia familiar y muchas veces amorosa entre estos niños y sus nanas. ¡Éste sí que es símbolo! Pongamos atención: para salvar a sus hijos de la miseria, una mujer abandona su patria, parte a una tierra desconocida, a veces hostil, a educar niños ajenos. Nuestro ojo superficial nos dirá que una mujer peruana y humilde no podrá enseñar a nuestros hijos más que rarezas. Nuestro ojo profundo, en cambio, verá que nadie podrá educar mejor a estos niños que una nana así, porque no hay aprendizaje más importante que el del amor y mujeres como éstas enseñan a amar con el puro ejemplo de su inmenso sacrificio.

Para el tercer caso recurro a la ficción: ¿cómo no imaginar que esta Navidad no nazca un niño hijo de peruana y chileno, o al revés? No nos extrañe que la soledad, los acosos o el amor verdadero traigan a luz este año nuevos mestizos, semejantes a Jesús mitad judío y mitad galileo. Si así sucede, no habrá mejor símbolo de una nacionalidad híbrida como la nuestra que un niño, una niñita chileno-peruana. Ojalá la unión de la razas exprese el amor entre las razas y sea el amor la única fuerza del intercambio cultural entre los dos pueblos.

Sería muy preferible que esta Navidad en vez de perder la cabeza con la compra de regalos de alto precio, pudiéramos gozar con los regalos que no tienen precio. El niño que nos visita no está a la venta: él mismo se nos regala. Tómeselo o déjeselo. Téngase en cuenta, eso sí, que poco después de nacido Jesús, él y sus padres fueron refugiados en Egipto. ¿Buscó José trabajo allí subcontratado en la restauración de una pirámide? ¿Estuvo María dispuesta criar a Jesús a ratos, empleada principalmente en alimentar y cambiar guaguas egipcias? No es obligatorio conmoverse con la historia del hijo de un carpintero. Pero no habrá razón para recordarlo, enternecerse, ni menos aún para creer en él, si no es para abrir el corazón al Cristo que estos días nos sale al paso en un coreano, un ecuatoriano o un peruano.
Publicado en Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Centro de Espiritualidad Ignaciana, Santiago, 2004.

Una navidad decisiva

Diciembre es un mes loco. Cansados ya del peso del año, diciembre nos exige todavía más: balances, despedidas, graduaciones, libretas de notas, amigos secretos, asados y fiestas. Un mes tremendo, pero también fascinante. Es que en diciembre, parece, se nos juega la vida. De todos los meses, este es el que más se asemeja a una “final”.

En medio de tanto ajetreo, la Navidad puede tocarnos, puede rozarnos, puede ser sólo escenografía para adorar al “dios” que, en realidad, consume todas nuestras fuerzas. ¿Cuál? A cada uno corresponde examinar qué es lo más importante en su vida: el dinero, el trabajo, la fama, la familia, la salud, el sexo, la música, un perro… una o varias personas con nombre y apellido. Pero la Navidad puede ser también la oportunidad para caer de rodillas y honrar al Dios al que agradecemos estas y otras cosas más. Y, en el más duro de los casos, un momento privilegiado para abrirle el corazón y decirle: “no doy más”, “no soporto tanta soledad”, “por qué a mí”…

El nacimiento de Jesús nos recuerda que la vida no es un “derecho”, sino un regalo. Por más que luchemos, nunca podremos obtener nada seguro, definitivo, valioso que no nos sea dado gratuitamente. Los más ricos, los que se creen santos podrán patalear contra esta “injusticia divina”, pero Dios no es tacaño ni sobornable. El Dios de Jesús es el Dios de los pobres. Es el Dios que para Navidad viene a escuchar los clamores de los que más sufren, de los que fracasaron en el matrimonio, en la escuela, en el trabajo. Para ellos, más que para nadie, el Emmanuel representa una esperanza.

Jesús, hijo de una pueblerina y de un carpintero, amenaza al omnipotente Herodes. El niño no habla, no piensa, depende en todo de María y de José, pero en su corazón ya sueña con un mundo al revés. Un mundo en el que los jueces hacen justicia a los hijos de la calle, en el que la libertad de expresión triunfa sobre los dueños de la prensa, en el que a los trabajadores se les restituye con generosidad lo que les roba el mercado. Las iglesias revolucionan el mundo cuando en ellas los lunáticos, los drogos, los cartoneros, los enfermos de sida y “últimos del curso” ocupan los primeros lugares, opinan y pesan en las decisiones que les atañen. Los herodianos tiemblan. Para estos, un mundo que privilegie a los que no merecen nada es un peligro intolerable.

¿Vale la pena un diciembre tan agitado? Si este mes equivale a una “final”, ¿cuál es nuestro equipo? La Navidad nos obliga a definirnos. En la cancha o desde las galerías, jugamos del lado del mundo que se han ganado los nuevos herodianos o del lado del mundo al revés que nos regala Jesús.
Publicado en Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Centro de Espiritualidad Ignaciana, Santiago, 2004.

Significado de la cruz

Es común creer que al que hace el bien le va bien y al que hace el mal le va mal. Si los hechos dicen lo contrario, si a veces a los buenos les va mal y a los malos les va bien, se piensa que tarde o temprano, las personas cultas, trabajadoras, ahorrativas y correctas serán recompensadas, pero las ignorantes, las descuidadas, las gastadoras y las corruptas sufrirán nefastas consecuencias. En las religiones, este esquema mental es garantizado por un “dios” que castigará a los que se comporten de un modo injusto y premiará a los que observan sus mandamientos.

La otra cara de este modo de pensar, sin embargo, lleva sutilmente a concluir algo muy grave: que los triunfadores son buenos y que los perdedores son malos. Por esto muchos creen que el contagio con los ricos, los sanos y todos aquellos a los que la vida les sonríe podrá beneficiarlos, y se les acercan y los adulan. Por el contrario, es tan común sospechar de los pobres y evitar su contacto: si son pobres, es que son flojos. En Chile todavía se dice de algunas víctimas “algo habrán hecho”.

El cristianismo enseña que esta lógica es errónea. En la cruz Dios estuvo en un hombre que, condenado a muerte, parecía culpable, pero era inocente. Si Dios se identifica con Jesús, mientras Jesús se identifica con los perdedores, su lógica rompe con aquella otra lógica que inspira desprecio por los culpables y veneración por los justos. La lógica del Dios de Jesús, es el amor desinteresado. ¿Se entiende? No fácilmente. La entenderán los que sean amados y perdonados por los imitadores de Jesús, cuando a los ojos de la sociedad ellos parezcan culpables por su pinta de perdedores.

Se dirá que la resurrección fue el premio del justo. Sí, si entendemos que Dios premia a Jesús con la vida nueva, pero que en la cruz no lo castiga a él ni en él a los que lo han crucificado. Dios no necesita condenar a unos para salvar a los otros. Dios puede lo que nadie puede: morir por los pecadores y resucitar por los inocentes. Para ofrecer el perdón divino a los pecadores Jesús comparte la consecuencia última del pecado, la muerte. Para reivindicar a las víctimas inocentes del pecado, resucitando a Jesús Dios hace justicia a los ajusticiados injustamente. Muy distinto a lo que se piensa comúnmente, Dios ama a inocentes y pecadores. Dios no sabe castigar. Ama, y nada más.

¿Da lo mismo entonces comportarse bien o mal? De ninguna manera. Si en la cruz Dios ofreció el perdón a los que descargaron en su Hijo inocente un daño que Él no descargaría en un culpable, alcanzan la vida eterna los que son compasivos con los pecadores como Él es compasivo con ellos. En cambio, los que se empeñan en apartarse de los pecadores y juzgarlos, se condenan solos, porque solos se niegan a entrar en el circuito de la compasión de Dios. El infierno es invento humano, no divino. Dios ha creado sólo el cielo. Para amar y perdonar, Dios no necesita de nuestra bondad ni que le crucifiquen a un hombre. Si Dios quiere salvar a la humanidad, se salva el que prolonga la magnanimidad de su amor con el prójimo, pero también consigo mismo. Si Dios ama a los que no merecen ser amados, la misión de los cristianos consiste en inventar un mundo al revés, un mundo digno de todos y no sólo de algunos. La santidad auténticamente cristiana no consiste en la impecabilidad, sino en la misericordia. La justicia divina no hace intrascendente la búsqueda de justicia humana, pero, al encajarla en la misericordia, la capacita para rescatar a los malos en vez de descartarlos.

Publicado en Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Centro de Espiritualidad Ignaciana, Santiago, 2004.

Memoria pascual

Los cristianos recuerdan en Semana Santa el camino de Jesús a la cruz y luego su resurrección. ¿Por qué?

No lo hacen porque les guste la historia y gocen con los relatos heroicos. Tampoco porque se deleiten con el sufrimiento de Jesús o porque viéndolo así sufriente les sirva de consuelo. La diferencia de esta historia con cualquier otra historia, es que lo que sucedió con Jesús en el pasado de algún modo continúa sucediendo en el presente. No es lo mismo el recuerdo que los cristianos hacen de Jesús que el recuerdo que cualquier persona puede hacer de Gandhi, Sócrates o Arturo Prat. Los cristianos recuerdan el camino de la cruz porque creen que el crucificado resucitó y vive.

Los cristianos siguen a Jesús en su pasión para participar de su resurrección. ¿Cómo se entiende algo así? Ellos esperan la vida eterna más allá de su muerte, viviendo ya ahora de acuerdo al mismo amor que ha vencido a la muerte. Si en la cruz Jesús llevó al extremo el amor de Dios por cada uno de nosotros, incluidos nuestros enemigos, los cristianos vencen la muerte en tanto se dejan amar por Dios, perdonan a los que los ofenden y trabajan por la superación de toda enemistad. La salvación cristiana origina una vida nueva ya en esta historia nuestra, en la que normalmente predomina la desconfianza y el temor a los demás, la defensa en contra de los otros y el egoísmo. La resurrección de Jesús es reconocible allí donde surge una nueva forma de vivir caracterizada por la confianza entre los hombres, la esperanza en el futuro a pesar de cualquier dificultad y el amor por los que no parece que merezcan ser amados: los despreciables y los que más nos han ofendido. Esta es la novedad de Jesús que los cristianos recuerdan y reviven en Semana Santa, novedad que rompe con la historia tan conocida del “ojo por ojo, diente por diente”, la historia del resentimiento y la venganza.

Pero la pasión y la resurrección de Cristo no atañen sólo a los cristianos. El llamado Misterio Pascual de Jesús, la Iglesia cree, tiene alcance cósmico. Si por la Encarnación del Hijo de Dios sabemos que nada humano es ajeno a Dios, que Dios se hace solidario con la humanidad hasta las últimas consecuencias, por el Misterio Pascual de Jesucristo sabemos que allí donde hay un hombre, una mujer que sufre, es Cristo que sufre; que donde una mujer, un hombre pide perdón, es Cristo que impulsa la reconciliación. Todo el cosmos está cristificado. También en los budistas, musulmanes, ateos y los que nunca han oído hablar de Nazaret o Jerusalén, es Cristo que padece en cruz cuando cualquiera de ellos tiene hambre y es Cristo que resucita cuando un prójimo les da de comer. Atentos a las necesidades de los pobres, los obispos nos remecen con su campaña en favor de la mujer jefa de hogar que con enormes sacrificios “para la olla” a diario. No hay que averiguar si esa mujer ha cometido errores en su vida, si es católica o evangélica. Si el crucificado es el Cristo, la propaganda dice: “ella también”.

Los cristianos en Semana Santa hacen suyo el dolor de Cristo por el mundo que sufre y preguntan a Cristo mismo qué pueden ellos hacer para bajarlo de la cruz. En cada una de las misas los cristianos agradecen a Dios porque Jesús continúa luchando por la justicia y la paz del mundo, y con su oración y su acción se suman a su causa.

Publicado en Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Centro de Espiritualidad Ignaciana, Santiago, 2004.

martes, abril 04, 2006

La "píldora del olvido" o la memoria de la pasión

Si el día de mañana se inventara una “píldora del olvido”, una pastilla para borrar los hechos más dolorosos de nuestra vida, para suprimir de la memoria aquellos golpes que nos marcaron para siempre, ¿quién la tomaría?

Cualquier interesado debería primero sacar las cuentas. Si pudiéramos recordar sólo los buenos momentos, ciertamente no seríamos los mismos. A futuro, no pudiendo entender el sufrimiento de los demás, su pena nos parecería una estupidez. Creeríamos que se merecen lo que sufren. Los culparíamos de su tormento. Y, así, juzgándolos aumentaríamos su desgracia, evitando de paso que su infortunio nos toque.

Pero, además, sin esos hechos traumáticos nuestra identidad sería irreal. Nada hay más nuestra que esa historia de padecimientos que solamente podemos contar en privado, sin apuros y no a cualquiera. ¿Acaso no fue en aquellos momentos de dolor que tuvimos la impresión de ser distintos de los demás? "¿Por qué a mí?", dijimos, “¿Por qué ahora? ¿por qué de esta manera?”. Nos sentimos solos. Nos supimos únicos en el mundo. El placer, el amor no han cincelado nuestro "yo" más que la frustración, el fracaso y la impotencia de no haber sido amados como lo quisimos. Un hombre, una mujer sin memoria de su pasión, serían unos eternos turistas sobre la tierra. Su convivencia parecería una especie de show de irrealidad: escenografía, drama sonso, risas falsas, aplausos falsos…

Sin embargo, ¿podríamos nosotros juzgar a las personas que, habiendo padecido mucho en su vida, decidieran tomar la píldora para olvidar su dolor? De ninguna manera. ¡Nunca hay que juzgar! Pero probablemente sería esta misma gente la menos interesada en tomarla, pues ella sabe que su pasión es exactamente lo que tendría que contarnos. Estas personas, nos consta, aportan a nuestra vida en sociedad una cuota de verdad cruda que nos delata y nos sana al mismo tiempo. Nadie como ellas desarrollan un olfato finísimo para detectar a la mujer mentirosa, al nuevo rico, al predicador que habla sin decir nada… Sin la memoria de las víctimas una sociedad avanza sin rumbo.

Jesús no habría tomado jamás la “píldora del olvido”. De haberlo hecho se habría incapacitado para representar a las víctimas ante Dios. Los seguidores de Jesús tampoco la habrían tomado. Pues compartiendo el dolor de los demás, amándolos con el amor de Jesús, los cristianos prueban lo imposible: que Dios no es apático, que a Dios no le da lo mismo la pasión del mundo.
Publicado en Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Centro de Espiritualidad Ignaciana, Santiago, 2004.

¿Castigo divino?

El castigo es una realidad cotidiana. Unos castigos son vistos como necesarios. Otros, como nocivos. Son requeridos por la justicia o la venganza. Se los usa para disuadir. Los esposos pueden castigarse uno al otro de maneras sutiles e indignas. Para educar a los niños, se los castiga.

"Dios castiga, pero no a palos", se oye. Pero, ¿necesita Dios castigar? ¿No será que decimos que lo hace para castigarnos unos a otros con la autorización de un ejemplo divino? En la tradición religiosa judía y cristiana conservada en las Sagradas Escrituras, varias veces se mencionan castigos divinos. Pero, si se admite que la Biblia no es un "cajón de sastre" del que cualquiera saca lo que le conviene, descubriremos que lo único que Dios quiere para sus criaturas es la vida. Aún cuando Dios amenaza a su pueblo con castigos, éstos no son sino la consecuencia última del pecado humano. Dios solo salva. Cuando anuncia castigos, es que advierte a la humanidad de su autodestrucción.

La novedad más extraordinaria del judío Jesús es haber revelado que su Dios es Amor tan radical que jamás castigaría a sus hijos y, por ende, merece una confianza total. Por eso Jesús lo llama "Papá". Porque creía en su bondad. Para que también sus discípulos confiaran en Él sin temor alguno, les enseñó el "Padre Nuestro". Lo dice San Juan en otros términos: "No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque Dios nos amó primero" (1 Jn 4, 18-19).

Es cierto que a nosotros, pobres seres humanos, nos cuesta prescindir de los castigos. Por ello, al recordar que Dios no castiga, desautorizamos al menos que se use su nombre para justificar la violencia de nuestros métodos; además, precavemos a la religiosidad de la tentación al masoquismo; por último, nos permitimos esperar un "cielo" para después de la muerte. Pues el "infierno", si alguno lo habita, será creación humana, no divina. Para ganarnos el corazón, Dios no ha necesitado hacernos daño.

El cristianismo responde al mal del mundo con amor más que con palabras. Jesús apostó su vida para que lucháramos contra el mal. Compartiendo la convicción de Jesús en la bondad de su Padre, prueban los cristianos que Dios es digno de fe. Amando como Jesús, sobrellevando solidariamente los castigos que los seres humanos se propinan unos a otros, los cristianos erradican la violencia de la historia y, con Jesús, anuncian a un Dios completamente bueno.

Publicado en Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Centro de Espiritualidad Ignaciana, Santiago, 2004.

Viernes santo: meditación sobre el fracaso

¿Sirve de algo el fracaso de Jesús? Y nuestro fracaso ¿de qué sirve?
El fracaso es una realidad histórica omnipresente, que acompaña como su sombra a toda empresa y vida humana, sea como acción que no alcanza su objetivo sea como pasión impuesta e inmerecida. Aún las mejores realizaciones adolecen de alguna tara. Sería una ingratitud no reconocer los logros económicos del Chile de 1995 y, sin embargo, aunque parezca una falta de cortesía mencionarlo, fracasamos en al menos un aspecto importante: el ingreso nacional aumentó, mientras la distribución empeoró. Conclusión: la desigualdad crece. Pero al chileno militante no le gustan las críticas. ¿Adónde vamos, qué estamos sacrificando, a quiénes estamos sacrificando? Estas preguntas no se pueden honestamente eludir. El triunfalismo inmediatista yerra cuando pretende solucionar los problemas ignorándolos.

Estas líneas no pretenden desalentar a nadie. Tampoco se refieren directamente a la realidad chilena. Su intención, más bien, es meditar la posibilidad de una esperanza adulta, fundada en el misterio del fracaso de Jesucristo. Que el fracaso sea una realidad inútil, que el dolor parezca irracional, son verdades que no necesitan demostración. El desafío es sacar un bien del mal, sin justificar el mal.

Nuestro fracaso

No es necesario tener fe para darse cuenta que las caídas, a veces, enseñan. La pura sabiduría humana indica que, para que el fracaso sea útil, hay que dejar que nos duela y llamarlo por su nombre. Sin reconocerlo, si no le dejamos cuestionar nuestro logrado orden de vida, no vamos a parte alguna.

Admitir que no somos tan buenos, que inspiramos temor a los zorzales, que necesariamente alguien soporta nuestros planes, nuestra caridad, es sano y hace bien. Ojalá algunos maridos reconocieran que, en realidad, sus señoras no están tan contentas como ellos avisan. ¿No convendría que la mujer de fin de siglo dejara de ostentar energía y organización, y confesara que entre el trabajo, el esposo, los niños y el tráfico, su casa es un cochambre? ¿No damos pena los clérigos que siempre tenemos la razón? Los jóvenes saben estas cosas y no atinan a quién creer.

Además de aceptar la propia derrota, es imperativo advertir la desgracia en el prójimo. ¡Qué lamentable es no reparar en las penas de los demás! Causarlas y no verlas, puede ser riesgoso, explosivo. Es un error que el barrio alto de Santiago impermeabilice sus contactos con el resto de la población, marcando odiosas diferencias sociales. ¿Cómo pueden las limosnas al Hogar de Cristo integrar a la sociedad a los mismos pobres que se marginan con el desprecio? ¡Qué bien hizo a Chile caer en la cuenta que la transición a la democracia no había concluido! Quizás ahora podrá terminar: sin tapar los problemas, con la razón, pero no a la fuerza.

En cualquiera de los casos, nada puede haber más saludable que amarse a sí mismo, a pesar de sí mismo. No se trata de claudicar ante los defectos. Mientras el falso idealismo urge la supresión de los errores de raíz y antes de tiempo, el idealismo auténtico es paciente: espera el triunfo del amor, avanza con las imperfecciones pero sin cambiarles el nombre. Jesús abrió este camino. A lo largo de su historia entre nosotros el Hijo de Dios se expuso a nuestro fracaso, lo apropió para sí y lo padeció hasta el fondo, con el fin de librarnos del temor a equivocarnos y animarnos a devolver bien por mal.

El fracaso de Jesús

El fracaso de Jesús no fue inútil, pero no es fácil ni creerlo ni explicarlo. Aun así, no faltan las explicaciones fáciles que disuelven su dolor en su resurrección, minimizando sus padecimientos, trivializando su atroz sensación de haber sido abandonado por su Padre. El Jesús de la gloria, por cierto, lleva para siempre las marcas de los clavos.

¿Cómo fue ese fracaso? Su proyecto, el gobierno de la bondad de Dios anunciado a los pobres y a los marginados como pecadores, exasperó el sistema religioso y político de su época. A Jesús lo asesinaron los que, en ese y todo tiempo, mistifican y administran los sacrificios humanos en nombre de Dios, de la defensa o del desarrollo de la patria. “Es preferible que muera uno solo, dijo Caifás, a que perezca toda la nación”. Pero a Jesús no le quitaron la vida simplemente, él la dio, él hizo suya la suerte de todos los hombres y mujeres obligados a padecer los proyectos ajenos, pues así, sin imponer su propio proyecto, sacrificando su vida a la llegada del Reino de Dios en vez de sacrificar a otros para su consecución, lo haría prevalecer. Hay que deslindar tres responsabilidades que concurren como causas de la cruz, porque no son causas en el mismo sentido: la entrega de Jesús por los hombres representa la crueldad del pecado; la entrega voluntaria de Jesús representa todo lo contrario, el ánimo de perdón de amigos y enemigos; la entrega que el Padre hace de su Hijo representa el amor de Dios más allá de toda representación racional. Resucitando de la muerte a Jesús, el Dios de las víctimas, de los pobres y de los pecadores ejerció una vez más su conocida clemencia y pudo probar que, en su caso, la entrega de Jesús no fue indolencia ni traición. Fue donación de lo que más quería, su Hijo, y su dolor más grande.

La mirada de la fe profundiza la intuición del sentido común y de la sabiduría popular. Si la sabiduría popular da recetas razonables contra el sufrimiento, como por ejemplo: "quien canta su mal espanta, quien llora su mal empeora", la fe apuesta a lo imposible, no promete conformidades. La fe se atreve a mirar cara a cara al mal, para desafiar abiertamente su actividad aniquiladora. La esperanza cristiana consiste en creer que el amor triunfará sobre todos los fracasos y desgracias. Si el decir popular reza "el dolor es pa' que duela", la fe jamás justifica el sufrimiento, sino que da fuerzas para luchar contra él, venciendo la comprensible tentación de maldecir.

La fe cristiana invita a ver en el hombre del Gólgota a Dios quebrantado y a compadecerse de Él. No de modo masoquista. Sin mistificar su sufrimiento ni tampoco el propio o el ajeno, pues así le reconoceríamos una eternidad y un señorío que no merece, para colmo e incremento del mal común. La participación en el dolor de Dios es la condición ineludible para gozar de su consuelo y exaltación. ¿Por qué? Algún día lo comprenderemos bien. Dios es así. Sólo participando del amor extremo de Jesús que apropió la crueldad al límite de sus fuerzas, nuestra vida vencerá la superficialidad inveterada que la acecha. No sabemos por qué son así las cosas, pero si no entendemos que a la hora del fracaso Dios está de nuestra parte, y ¡nunca en contra nuestra!, ese otro "dios" pueril, como un tío rico, continuará pervirtiéndonos con favores y gauchadas. En este "dios", temperamental e indolente o del “dios” de los premios y castigos, más vale no creer.

En otras palabras, si para el fracaso y su dolor no hay justificación que valga, por la fe podemos empero invertir su negatividad en bien y alabanza. La contemplación del crucificado debiera activar en nosotros el deseo de su Padre de liberarlo de la cruz, a Él y a todos los crucificados de la historia. Dejar en la cruz a los millones de seres humanos que en nuestro mundo languidecen y expiran, sin embargo, horrorizarse del Jesús ajusticiado y no de los “detenidos-desaparecidos”, constituye una incoherencia muy profunda. Al contrario, el amor a la justicia, la justicia lograda e incluso sus meros esfuerzos por alcanzarla, son siempre un motivo de celebración.

Pero esto es poco y de nada sirve si, en definitiva, no reconocemos que toda acción solidaria que inscribamos en este pobre mundo, extrae su virtud de la pasión del Salvador. Y el Salvador es Jesús, no nosotros. Si Jesús fuera menos hombre por ser tan divino, si Él no fuera codo a codo uno con nosotros, su salvación sería como esas limosnas que hunden al pobre en su marginación, en vez de acompañar su esfuerzo por levantarse. Pero sólo porque Jesús es uno con Dios, toda su pasión para que alcancemos la felicidad y, gracias a ella nuestro propio padecer, no es un dolor inútil, sino la condición para combatir con esperanza la tentación de institucionalizar el fracaso y la muerte.

Publicado en Mensaje (1996) nº 447.

El sacrificio de Jesús

Cualquier persona que haya sufrido sabe que el sufrimiento no tiene justificación. Sin embargo, los cristianos recuerdan y celebran un hecho doloroso, la cruz de Jesús. ¿Por qué? ¿A quién pudiera agradar el sufrimiento de Jesús? ¿A Dios? ¿Qué Dios? ¿No se presta la cruz para legitimar dolores y sacrificios humanos muy abominables?

Es delicado hablar del valor del sacrificio. No por nada esta palabra se ha desprestigiado. Pensemos en el sacrificio de generaciones de esclavos que hicieron posible civilizaciones grandiosas, Grecia, Roma… Para nuestra mentalidad moderna, el más aberrante de los sacrificios ha podido ser la inmolación ritual de seres humanos para calmar la ira de Dios y granjearse sus beneficios. Pero el mundo moderno ha sido más cruento que cualquier religión arcaica. Recordemos el holocausto de los judíos durante la Segunda Guerra, los crímenes de Stalin o la explotación capitalista. ¡Cuánto sacrificio forzoso e injusto!

También el cristianismo ha desprestigiado la palabra sacrificio. Todos los sufrimientos que los cristianos en dos mil años han infligido a otros en nombre de Cristo –¡qué bueno que un Papa pida perdón por ellos!, ocultan el significado de la cruz de Jesús. En esta larga historia, hay que notar un hecho especialmente grave. Durante el segundo milenio y hasta hoy día, se introdujo en la Iglesia una tergiversación muy grave del sentido del sacrificio de Cristo: Dios, como un ser ofendido y justiciero, habría exigido la muerte de su Hijo como pena por el castigo que la humanidad merecía por su pecado. En otras palabras, que Dios habría salvado a la humanidad a cambio de que un hombre le fuera sacrificado. No sería raro que esta imagen macabra de Dios haya servido para justificar lo injustificable: el sufrimiento humano.

El sentido del sacrificio de Cristo, sin embargo, es exactamente el contrario. En coherencia con su historia de entrega a los demás, el hombre que sacrifica libremente su vida en la cruz es Dios mismo que, cuando ama, ama con todo y no en parte, que no da algo sino a sí mismo y por entero. El sacrificio del hombre Jesús en vez de compensar a Dios, constituye la entrega de Dios para compensar, sanar y realizar a la humanidad, la más querida de sus criaturas. Toda la vida de Jesús no es otra cosa que consuelo de Dios para el hombre o la mujer que sufre, perdón por sus errores, curación de sus enfermedades, solidaridad con las víctimas inocentes, en una palabra, amor extremo. El castigo que Jesús sufre en el Gólgota no le viene de Dios, sino de los hombres. Ese castigo es la consecuencia última de la maldad humana, no divina. Dios no castiga. Dios no necesita que nadie sea castigado o sacrificado para salvar. Dios es omnipotente: ama gratis. Es la humanidad la que ha necesitado que Dios se sacrifique por ella, que llore en su lugar y en su lugar cargue el peso que la agobia. Todo sin esperar nada a cambio.

A Dios sólo le agrada el amor, el de Jesús y el nuestro cuando consiste en amarnos unos a otros como Jesús nos ha amado. Dios nos regala a Jesús, pero no es sádico. Jesús nos da su vida, pero no es masoquista. Dios goza con nuestra liberación del mal y del dolor. Goza toda vez que prolongamos el sacrificio de Jesús, sacrificándose los padres para que los hijos tengan mejor educación (sin sacarles en cara nada), ofreciendo el perdón a los enemigos (que, arrepentidos de ofendernos, no pueden empero restituir), dando a los pobres “hasta que duela” (como diría el Padre Hurtado) o simplemente padeciendo con los que padecen.

¿Hasta dónde se entiende el sacrificio de Jesús? No sé. Pero en Semana Santa los cristianos recuerdan y celebran la resurrección de Jesucristo crucificado: no el dolor, sino el triunfo del amor sobre el dolor; el dolor del amor que triunfa sobre el pecado.

Publicado en Jorge Costadoat Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001, 192pp.

¿Por qué los cristianos besan la cruz?

Cualquiera razón meramente histórica de la muerte de Cristo es insuficiente para explicar el misterio de la salvación. Sabemos que su muerte ha sido bastante más que un divertimento cruel de los que abusaban del poder. Consta que tampoco fue un error judicial de quienes lo habrían confundido con un revolucionario. Otras informaciones sobre su pasión pueden ser muy interesantes, pero a nadie le harán cambiar de vida. Esta muerte nos toca porque tiene un lugar central en el designio de Dios.

Pero, inevitablemente nos preguntamos: ¿cómo ha podido Dios querer la muerte de su Hijo? La única manera de zafarse de la posibilidad de entender la cruz como un acto macabro del Padre es, sin embargo, volver a tomar en serio la historia: habiendo sido Jesús eliminado por anunciar el reino de Dios a los pobres, Dios ha inaugurado este reino mediante la muerte y resurrección de Jesús. Es muy complejo explicar la articulación de la razón "eterna" con las razones "históricas" de la cruz. Toda interpretación queda expuesta a debate. Pero lo que no está en discusión es que la peor de las explicaciones es la que sirve para justificar las cruces humanas de cada día y la miseria del mundo, en el entendido que Dios tendría algún secreto derecho para castigar o hacer sufrir a sus criaturas.

Vistas las cosas "desde la historia", no cabe duda que a Jesús lo crucificaron por lo que dijo y por lo que hizo. Haber proclamado el reino de Dios a los miserables, a los endemoniados, a los cojos, a los ciegos, a los leprosos, a las mujeres; haber compartido la mesa con gente de mala vida, publicanos y prostitutas, constituyó una provocación abierta a los que, procurando la santidad de la nación, marginaban exactamente a estos que Jesús acogía, sanaba y declaraba bienaventurados (Lc 6, 20). Con cada gesto, con cada palabra que Jesús pretendió reintegrar a la comunidad a los que los fariseos y saduceos consideraban pecadores (porque no cumplían los centenares de prescripciones legales y rituales para observar la Ley), disputó a ellos el poder para hablar y salvar en nombre de Dios. Siempre será posible debatir sobre tal o cual elemento de la trama histórica que condujo a Jesús a la muerte, pero sin duda su opción por los pobres debió ser vista por los "justos", los ricos y las autoridades como un peligro para la estabilidad religiosa y política de Israel.

Vistas las cosas "desde la eternidad", la muerte de Jesús es la consecuencia necesaria de la Encarnación del Hijo de Dios en un mundo injusto (porque margina) e hipócrita (porque usa de la religión para marginar). La salvación que a través de la resurrección de Cristo Dios ofrece a toda la humanidad (1 Tim 2, 4-6), presupone y es el efecto último de que en María el Verbo no sólo "se hizo carne" (Jn 1, 14), sino que más precisamente "se hizo pobre" (2 Cor 8, 9). Identificándose con las víctimas del pecado, solidarizando con la humanidad atormentada antes y después de él, Jesús ha sido constituido, de modo incipiente en esta historia y definitivamente en la vida eterna, principio de rehabilitación para los despreciados por pecadores y de perdón para los considerados justos. ¿Quiénes? Todos, aunque diversamente: el Padre de Jesús no excluye a nadie, pero incluye al revés, a partir de los últimos y no de los primeros. En esta óptica se evita entender en términos de revancha las palabras de María: "a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada" (Lc 1, 53) y otras expresiones parecidas, abundantes en la Sagrada Escritura.

La vida cristiana consiste en reproducir la vida de Cristo, en responder con hechos a preguntas como "qué haría Cristo en mí lugar" (P. Hurtado). Como hijos que proceden del Padre y retornan al Padre por el camino abierto por Jesús y la inspiración del Espíritu Santo, poniendo en juego la propia humanidad mediante un empobrecimiento que enriquece a los demás, los cristianos testimonian hoy en un mundo materialista y egoísta que su "historia" de generosidad tiene un valor "eterno". Jesús reveló que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8). En Semana Santa los cristianos besan la cruz porque creen que el amor es divino cuando alivia el sufrimiento humano e impide su justificación. Tan divino que, venciéndonos, nos hace humanos con la humanidad y pobres con los pobres.

Publicado en Cuadernos de Espiritualidad 144 (2004) 15-16.

Jesús: palabra de hombre, palabra de Dios

Cuando niño oí decir y yo mismo dije: “Palabra de hombre”. Recuerdo que era de mal gusto prometer: “Te juro por Dios”, estaba prohibido. Bastaba estirar la mano y decir: “Palabra de hombre”. Hace años que no escucho estas declaraciones de veracidad, de fidelidad. ¿Cosa de niños? ¿Dejaron de usarse? ¿Eran innecesarias?

Me propongo rescatar el fondo humano y divino de estas fórmulas. Lo hago a sabiendas que esta nueva época, época de lealtades a medias y mentiras razonables, necesita más verdad y fidelidad que nunca. No tengo mejor modo de hacerlo que, gracias a Jesucristo, la Palabra de Dios.

“Te juro por Dios”, decíamos y nos sumía la culpa. Pero, ¿en qué estaba el delito? ¿Hay algo más hermoso que refrendar las propias palabras con la autoridad divina? ¿No consiste en esto, más o menos, el sacramento del matrimonio?

La prohibición de jurar en nombre de Dios es antigua, remonta a la Biblia. En términos modernos diríamos que no es digno de un hombre endilgar a Dios la vida sin más. Tanto el escritor sagrado como el filósofo moderno saben, es más ¡creen!, que la historia no está cerrada, cifrada en los astros, inteligible sólo a los adivinos, sino abierta. El cristiano occidental o el occidental a secas se sabe libre y, en consecuencia, responsable de una historia que nada más a él toca configurar conforme a su necesidad infinita de verdad, de bien y de belleza. Nadie puede cruzarse de brazos hasta que otro haga por él lo que sin él ocurriría como una imposición externa e infantilizante. No se puede tampoco vivir “echando la culpa al empedrado”. La queja crónica deshumaniza. Sólo los desesperados, tal vez, pueden invocar a Dios para que los exima de la vida.

¿Para qué entonces “jurar por Dios” si es posible “jurar por sí mismo”? Jesús enseña: “Di sí, si es sí. Di no, si es no. Lo demás viene del Maligno” (Mt 5, 37). Refugiarse en el Todopoderoso, renunciar a la verdad inherente a todo ser humano que sigue su conciencia y carga con ella, es cobardía y pecado. ¡Más vale ser ateos que invocar a Dios en vano! Porque si el ateo no tiene más que su palabra, el cristiano que manipula el nombre de Dios se invalida a sí mismo y priva a su prójimo del don divino más alto, el de la verdad pura y simple en toda la desnudez de su humanidad.

Más vale decir: “Palabra de hombre”, y basta. Quizás la fórmula cae en desuso por no ofender a las mujeres. Quizás. Como sea, no creo que las mujeres merezcan menos fe que los hombres. Dejadas de lado las complicaciones del lenguaje, la cuestión de fondo es la que importa. Empeñar la propia palabra, ya para afirmar lo verdadero, ya para comprometerse con los demás, constituye un valor supremo. ¿Quién podría sostener que todos los progresos de la ciencia, desde la aspirina a la electricidad, desde la informática a la regulación de la economía, etc., o que la más bella de las obras de Leonardo, valen más que el decir de la esposa: “Te recibo a ti como esposo y prometo serte fiel, en lo favorable o en lo adverso, y, así, amarte y respetarte todos los días de mi vida”? Desde que ha habido un hombre o una mujer que ha comprometido su libertad de un modo parecido, la humanidad ha dado muchos pasos adelante, pero ninguno equivalente a éste.

Sin embargo, la palabra humana es frágil. Decimos “palabra de hombre”, pero, ¿quién es el hombre? Somos una triste mezcla de finitud e infinitud. Aspiramos a todo, incapaces de todo. ¿Compromisos de por vida? La tortura pudo quebrar las fidelidades más acendradas. La cesantía y el hambre han deshecho millones de familias. El mero egoísmo personal, la ambición de fama y poder, han convertido los juramentos más solemnes en mecanismos precisos de traición. Dejemos de lado el caso del apagarse de una falsa vocación, porque nadie está obligado a ser fiel a una voz imaginaria. El asunto es que el hombre por mucho que valga, vale poco. Agobiado en su precariedad, el hombre abdica de la eternidad.

Pero, ¿no es factible invocar la eternidad? ¿Es del todo imposible conjugar la eternidad en la historia humana? Imposible para el hombre, sí. No para Dios. Para Dios no es imposible sostener a un hombre hasta el final. En Jesús la palabra de Dios se hizo palabra de hombre y en la palabra de un hombre descubrimos la palabra de Dios. Y supimos que la palabra de Dios es prueba y promesa de fidelidad incondicional.

Se dirá que la comparación no tiene gracia, que el ejemplo no viene al caso. Que Jesús, por ser Dios, no tuvo dificultades para cumplir su misión hasta el final. Un Jesús más divino que humano, habiéndolo sabido y podido todo desde el pesebre en adelante, habría practicado su fidelidad aparentando ignorancia y simulando sufrimiento. Y ante la evidencia de su resurrección próxima, habría enfrentado la muerte como un trámite.

La verdad de Cristo es muy diversa. Jesús fue tan hombre como Dios. Más precisamente, fue Dios a modo de verdadero hombre. Sólo en el empeño de su palabra humana, dada con nuestras mismas limitaciones de conocimiento y voluntad (excepto la torpeza que añade a nosotros la concupiscencia), ha sido para nosotros posible inferir en Él la palabra divina. Al Verbo divino lo descubrimos en el hablar y actuar de Jesús, como el factor próximo de su veracidad.

Si atendemos a la historia de Jesús, observamos que el Espíritu y sólo el Espíritu reveló a Cristo la misión que su Padre le daba y que el mismo Espíritu le inspiró la creatividad y fuerza para cumplirla. Jesús, como nosotros, tuvo que discernir la verdad de Dios y cargar con ella. Pero, a diferencia de nosotros, arraigado en la fe y en el amor de su Padre, Jesús se mantuvo fiel en la tentación, soportó la deslealtad y la traición de los amigos, y murió acusado de charlatán y blasfemo. ¡Qué paradoja de la historia! Que un hombre veraz como ninguno haya sido condenado por impostor y embacaudor de su pueblo. Pero así, respaldando su palabra con su cuerpo, con su pura hombría, aseguró Jesús la credibilidad de Dios y abrió el camino a la credibilidad en el hombre.

En Jesús se ha hecho patente esta otra paradoja extraordinaria: Dios cree en el hombre. Cree en este ser asustadizo, inverosímil, infiel. La fe sólo en segundo lugar consiste en creer en Dios. En primer lugar la fe es actividad divina. Dios cree en el hombre y con su promesa de fidelidad sustenta la libertad humana, las promesas humanas y las humanas muestras de la lealtad. La fe de Dios hace de un hombre cualquiera un “hijo”. Distinto del “empleado”, el “hijo” vive consciente de valer tanto como su padre y, feliz de sí, confiado, se expone a la vida y lucha por ella sin engaño. Las obras humanas, incluso la mera fe humana, por sí mismas, son inútiles, tambalean y fracasan. La fe humana atina con Dios cuando, gestada por el Espíritu que nos hace “hijos en el Hijo”, consiste en creer que somos dignos de fe entre nosotros mismos porque Dios nos ama, sostiene nuestros pasos y nos recoge de nuestras caídas.

Desde Jesús en adelante ha quedado claro que Dios comparte su protagonismo con la humanidad. Con nosotros los cristianos, que lo sabemos explícitamente, pero también con los que no lo son. Pues si la fidelidad divina fue visible a los cristianos en la rehabilitación de un hombre crucificado, esta misma fidelidad se ha hecho extensiva al resto de la humanidad sin exclusión, y la verifica el Espíritu donde se da el hombre y la mujer auténticos. Toda persona humana es capaz de la verdad.

Recojo el caso del padre de Jung Chang, autora de Cisnes Salvajes. Cuando en la China de Mao arreciaba la delación, la traición y los falsos testimonios, una alta funcionaria del régimen acusó al padre de Chang de dudar de las palabras del líder: “Cada palabra del presidente Mao es como diez mil palabras y representa la verdad universal y absoluta”. Aquel replicó: “Que cada palabra signifique una palabra constituye de por sí la proeza suprema de un hombre. No es humanamente posible que una palabra equivalga a diez mil”.

¿Tiene sentido decir “palabra de hombre”? Sí. ¿Jurar por Dios? También, depende cómo se haga. ¿Prometer los jóvenes con voto “pobreza, castidad y obediencia perpetuas”, para dedicarse por completo a la voluntad de Dios? Muchísimo. ¿Prometer lealtad a los superiores jerárquicos, al Presidente de la República, a la Constitución y las leyes? ¡Por supuesto! Nada tiene más sentido que la lealtad de los mártires, muertos como Jesús por confesar la trascendencia de su razón para vivir.

Publicado en Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

lunes, abril 03, 2006

Un futuro para el cristianismo

Se presiente. La humanidad entra a una nueva era. ¿Será una era cristiana? Dos mil años de cristianismo son sin duda una razón de celebración, aunque no exenta de graves objeciones. Amén de superar las ambigüedades del pasado, el cristianismo del tercer milenio deberá enfrentar nuevos desafíos. ¿Tendrá la fe en Cristo un lugar relevante en el futuro de la humanidad?

Los que se han asomado a Internet pueden intuir que las posibilidades ofrecidas son fabulosas. Si sumamos los cambios de la cibernética a los que traerá el Genoma humano, ¿cuán diferentes llegaremos a ser? Del Genoma humano se espera el remedio de enfermedades penosísimas. Pero, ¿cabe la posibilidad de alterar lo que los filósofos llaman la “esencia” o “naturaleza” del hombre? De la conversión de los conocimientos físicos en tecnología, dicen, se esperan transformaciones tan espectaculares como las anteriores. Nunca, sin embargo, hay que ser ingenuos: los que impulsan los nuevos inventos son los mismos que concentran el poder y la riqueza en todo el mundo. La exclusión de las mayorías aumenta de modo escalofriante: mientras el quinto de la población mundial más rico dispone del 80% de los recursos, el quinto más pobre no junta más que el 0,5%. Renovados discursos sobre la libertad esconden y reciclan la esclavitud bajo nuevas figuras.

También en el plano del espíritu hay novedades. La New Age como un movimiento o una inquietud espiritual de masas, aunque se apropie el nombre, es sólo otro aspecto de la nueva era. Occidente expande el triunfo no despreciable de la libertad de conciencia y del pluralismo religioso. La globalización, entre otras cosas, consiste en una influencia mundial y recíproca de una infinidad de creencias distintas. Abunda la literatura esotérica, proliferan los grupos religiosos y las jerarquías eclesiales pierden control sobre sus fieles. Asistimos al libre mercado de la salvación. Cada uno elige lo que le sirve y deja lo que le estorba: los hedonistas optan por medios cómodos, los masoquistas por los cilicios o la ley sin interpretación. Si alguna importancia tendrá la religiosidad en la nueva era, no es claro que la tenga como un paso adelante.

No es obvio que la humanidad progrese por el mero paso de los años. Tampoco es cuestión de perfeccionar los medios, la ciencia y la tecnología, si no se acierta en los fines. En el siglo pasado hubo regresiones atroces. Got mit uns, Dios con nosotros, se leía en las hebillas de los cinturones de los soldados nazis. Tampoco es cierto que todo tiempo pasado haya sido mejor. El Papa ha pedido perdón por la Inquisición. No porque en la actualidad haya ebullición mística la invocación de Dios es, de hecho, benéfica. A Dios se lo ha usado para todo. A futuro, más que nunca nos veremos obligados a distinguir por nosotros mismos lo que viene de Dios y nos mejora, del kitsch religioso, la infantilización piadosa de la conciencia, el servicio personal a los caprichos de un gurú y tantas otras baratijas que ofrecen divinidad para tomar y llevar.

En estos tiempos nuevos, ante los nuevos sucedáneos de humanización y de divinización, ¿es Jesucristo todavía, entre tanta pista falsa, una pista segura para elegir correctamente? ¿Habrá tercer milenio? Si Cristo no sirve para elegir el bien, para aguantar el dolor lo más posible, para alcanzar el perdón, para encarar la muerte con dignidad y esperar un mundo reconciliado y mejor, no será Salvador de nadie ni merecerá reconocimiento auténtico alguno. En cualquier caso y en este particular, la pregunta, se ve, depende ya de la respuesta. No todos entienden lo mismo por “salvación”. “Para la libertad nos libertó Cristo”, dice San Pablo. De muchos modos se ha llamado a la salvación cristiana: redención, iluminación, justificación, reconciliación, etc.. Llamarla libertad o liberación tiene antigua tradición teológica y facilita su inteligibilidad en el presente. Hoy, como antaño, entre las ofertas de salvación trascendentes unas oxigenan la vida terrena y otras la asfixian. La pregunta por la vigencia de Jesucristo proviene de la convicción de que sí, de que hay un tipo de salvación tan buena, la libertad cristiana, que se la puede compartir a lo largo de los siglos. El asunto es cómo. ¿Cómo Jesucristo es concepto de libertad y no de opresión? Segundo, ¿cómo es posible verificar la libertad de Cristo en una época cada vez más liberal y cada vez menos solidaria?

Noción de Cristo

El cómo tiene dos pasos. Un paso depende de la noción que tengamos de Cristo. Si con Dios los hombres suelen avalar cualquier cosa, con Cristo lo mismo. El futuro del cristianismo depende de una idea correcta de Cristo. Y, en un segundo paso pero tan fundamental como éste, el futuro del cristianismo depende de la identificación de los cristianos con la persona de Jesús y de su fidelidad a su misión trascendente.

La noción de Cristo proviene de dos datos principales que, más allá del lenguaje arcaico en que se expresan, persiguen el modo en que un hombre puede llegar a ser sí mismo en plenitud. Son datos revelados, esto es, axiomas de la fe irreductibles a experimentos positivistas, parecidos a las convicciones sobre el origen y sobre el fin conscientes o inconscientes que orientan a cualquier mortal en su vida. Estos son, uno la Encarnación del Hijo de Dios y otro, el Misterio Pascual.

De acuerdo al dogma de la Encarnación, la fe cristiana sostiene que en Cristo el Absoluto se identificó en un hombre, que nunca Dios se dio tan por entero como en Jesús. Este dogma de la fe debiera corregir el modo de pensar de los que opinan que entre Dios y la humanidad hay una oposición de principio, sea aquellos que optan por la humanidad porque no logran ver la compatibilidad, sea los que profesan que para acceder a Dios hay que dejar de ser hombres, evadirse, evaporarse, reencarnarse en otros seres, todo lo cual suele traducirse en sometimiento al tirano de turno o a los designios paralizantes del Zodiaco. Que Jesús sea el Hijo de Dios quiere decir que Dios no compite contra nosotros sino con nosotros, que Jesús es Dios de parte nuestra. Pero como uno de los nuestros, igual a nosotros, sin trampas. No como un “superman” al que la policía puede encargarle tareas imposibles al común de los mortales. Las Escrituras Sagradas enseñan que el omnipotente se hizo impotente, que el omnisciente llegó a ignorar incluso el día del juicio final; aun cuando haya textos de la misma Escritura que, por destacar la sublimidad de Jesús, nos juegan malas pasadas, como por ejemplo, “la tempestad calmada”. Jesús cumplió su misión sin magia, como nosotros, con fatiga e incertidumbre del futuro. Los grandes concilios dogmáticos de la antigüedad vetaron la idea griega de que Dios fuera inconmovible ante el sufrimiento por una parte y, por otra, prohibieron creer que Jesús hubiese sido dotado de poderes extra-humanos, en virtud de los cuales en cualquier momento de su vida terrena hubiera podido actuar de acuerdo a su divinidad “bypaseando” a su limitada humanidad. La diferencia de Jesús con nosotros no fue percibida en su exceso de divinidad, sino de humanidad: consistió en la libertad radical del hombre que, sabiéndose el Hijo amado incondicionalmente por Dios, entregó la vida para combatir el mal sin negociar con el mal. La diferencia estuvo en la libertad de Jesús, en su autenticidad, autoridad diría el Nuevo Testamento.

La noción de Cristo se perfecciona en el Misterio Pascual. En el hecho de su cruz y de su resurrección de la muerte, la Iglesia antigua descubrió que Jesús había sido igual a nosotros en todo, pero no en el pecado. Si la Encarnación destaca la semejanza de Dios con nosotros, el Misterio Pascual marca la desemejanza. Si en la cruz la inhumanidad de los hombres revela la crueldad al máximo, es porque en ella Jesús se muestra todavía más humano que nosotros. En Cristo Dios no se identifica con la humanidad sin más, sino con las víctimas. Es a los que lloran, los hambrientos, los jornaleros, las mujeres, los extranjeros, los paralíticos, los ciegos, los locos, los endemoniados, los inútiles y los marginados, que Jesús trae la alegría liberadora del Reino. El dolor de Jesús es el dolor de los pobres. Su lugar, el de los pobres. Su vergüenza, la de los pobres. Jesús toma parte del mysterium iniquitatis no como causa, sino como víctima inocente, solidaria con la inmensa mayoría de las víctimas del abuso de la libertad. Con el resto de la humanidad Jesús se identifica en cuanto pecadora: la culpa de los opresores es la culpa de Jesús. En la cruz el inocente parece culpable. A Jesús lo tratan como parece normal tratar a un culpable, destruyéndolo. Pero Jesús no hace pasar a otros la maldición que padece, no busca venganza: exculpa, sufre y bendice. Lo que nadie vio, lo que sólo después se aclaró, es que la cruz era el sentido de la libertad: nadie es más libre que el que perdona a sus enemigos y también por ellos da la vida. “En la luz asumí su oscuridad y mi batalla fue por sus dolores”, dice Neruda de su hermano, “del hombre que me amó sin encontrar otro modo de hablarme sino herirme”. Si este poema no lo inspiró la fe cristiana, ilumina en buena medida lo más grande y lo más difícil de explicar de todo el cristianismo.

Que Dios no compite contra la humanidad sino con la humanidad, es lo que captaron los testigos de la resurrección de Jesús. Los primeros discípulos no pudieron expresar más que con ingenio poético la experiencia de una certeza inequívoca: Dios no abandona a las víctimas. La Pascua fue para ellos el quicio de la libertad de Cristo: la culminación de la libertad de Jesús en la cruz y el comienzo de su propia liberación de toda forma de esclavitud. Se hicieron valientes, desafiaron a la religiosidad del temor, entendieron algo de veras novedoso: que Dios no necesita que le hagan sacrificios humanos para amar y perdonar, sino que El mismo se expone al mal, lo cataliza y lo padece hasta el extremo, para impedir que los hombres otra vez se aseguren la existencia traicionándose y vengándose unos de otros. Inaugurada la esperanza de un mundo radicalmente alternativo y confiable, la Iglesia naciente, desafiada en su imaginación, se supo convocada a inaugurar una nueva era, más divina: más humana.

La resurrección cierra el ciclo del Redentor con la salvación de la creación. La noción de Cristo es todavía más amplia. En un lenguaje metafórico que a nuestra mentalidad empirista le cuesta entender, los antiguos identificaron a Cristo con el Logos mediante el cual Dios creó el mundo. Lo que aquí importa retener es que el Salvador es el Creador. La resurrección del hombre Jesús representa la recuperación y el máximo despliegue cosmológico. Si el primer hombre, Adán, fue al menos cómplice en el origen del mal que hizo fracasar el paraíso, la meta de la libertad, Cristo resucitado, el hombre nuevo goza con todas las cosas y lucha porque algún día la humanidad entera comparta su alegría.

Experiencia de libertad

Supuesta una noción de Cristo suficientemente ortodoxa y adecuada a los tiempos precisos, el cristianismo se juega en una identificación personal con Jesús y en la asimilación práctica de su causa. Más que una noción de Dios la fe cristiana es una versión de Dios. Quién es Beethoven sin un pianista que lo interprete... ¿Y puede haber algo más opuesto a la interpretación que la copia, la reproducción literal? El futuro del cristianismo pende de la interpretación que los cristianos hagan de Cristo. ¿Serán estos capaces de abrirse a la nueva era, de encarnarse en ella, de correr con ella el riesgo del fracaso que la amenaza? ¿Podrán verter a Cristo en un arte nuevo, en una nueva moral, en una esperanza alternativa de mundo? No es aventurado pensar que si el cristianismo agota su creatividad, si opta por la falsa seguridad de la copia tradicionalista, por la condena a priori de cualquier novedad, si renuncia al Espíritu, no servirá más que como texto de estudio de arqueólogos o, en el mejor de los casos, ofrecerá sus templos de museo. La creatividad, como el Espíritu, es inherente al cristianismo. Sin el Espíritu, Jesús no habría inventado el camino de regreso a su Padre entre la Encarnación y la Pascua, pero tampoco habría sido posible la libertad que proviene de Él para que el cristiano, alter Christus, haga su propia historia. La pertinencia de la fe cristiana depende de la teoría, pero en última instancia proviene del Espíritu que inspira en el cristiano, con originalidad, la praxis de Jesús. La fe en la Encarnación, en los tiempos nuevos, pide a los cristianos protagonismo.

Pero no hay “seguimiento de Cristo” sin Misterio Pascual: hacer el bien es el anverso de la lucha contra el mal. El futuro del cristianismo como cristianismo -no como persistencia política o decorativa-, exigirá que los cristianos anticipen el fin de los tiempos, participando en la lucha de Cristo por arrebatar la historia al hedonismo, al consumismo, a los ídolos del sexo sin compromiso, de la violencia y el poder, con las armas del amor limpio, fraterno, inerme y agónico. Habrá que contar que con el término “libertad” se designan conceptos diversos e incluso contrarios; que el antiguo Leviatán hace gala en la nueva era de liberalismo económico, político y moral; que la nueva bestia, el Anticristo no invoca la libertad como solidaridad sino como individualismo y capricho de los que quieren hacer lo que se les dé la gana, y lo pueden, expropiando al resto sus posibilidades. El liberalismo es la ideología del antojo, la carta magna del abuso del poder. ¿Podrán los cristianos doblegar a un enemigo así de poderoso y tan seductor que a ellos mismos engatusa y promete facilidades? ¿Podrán zafarse de su fascinación por el dios Dinero para optar de una vez por todas por el Dios de los pobres?

La historia parece perdida. Los poderosos son cada vez más ricos. La multiplicación de las espiritualidades no es garantía de nada. En varios casos es otro buen negocio. A los cristianos toca elegir la diferencia, mejor dicho inventarla. Lo harán si atinan con su misión y su identidad. La misión es la liberación, la identidad es la libertad. A la identidad se llega por la misión y a la misión por la identidad: la libertad de los hijos de Dios, como fraternidad y no como individualismo, es condición y meta. En camino tras la liberación de la humanidad del dolor y de la culpa que culmina en la cruz, Jesús se supo el Hijo amado y uno con su Padre desde siempre. Pero de aquí extrajo el amor, la confianza, la valentía, el juego, la poesía, en una palabra, la libertad que le llevaron a interesarse desinteresadamente por un prójimo tan personal como universal. Sobre esta pista los cristianos descubrirán que la libertad se reconoce en la gratuidad. La pista es experimentar a Dios como un Padre que, entre la Encarnación y la Pascua, se percibe como puro amor gratuito, como pura autoridad y pura autorización, para que sus hijos se responsabilicen de un mundo que, habiendo sido creado para ser compartido, es tristemente disputado.

La diferencia cristiana

En suma, está por verse que la nueva era vaya a ser tan nueva. La esperanza inquebrantable que guía la praxis cristiana hasta más allá de la historia no excluye que más acá la historia termine mal. Los verdaderos problemas de la humanidad no han sido resueltos. Si hasta ahora los cristianos no han puesto la diferencia, tendrán que hacerlo en el futuro. Así, en la medida que se vea la diferencia, quedará claro que no cualquier religión “salva” y que el nihilismo no es inocuo. Pero el espíritu sectario da mordiscos feroces a los cristianos. No por nada la modernidad ha pretendido liberar a los hombres de mitos, supersticiones, charlatanerías, de la Iglesia, y de Dios. A los cristianos corresponde verificar a Dios como una nueva humanidad, interpretando la divinidad de Jesús como el hombre que ama la vida, la propia y la ajena, apasionadamente. A ellos toca probar que la cruz de Cristo no ha sido una “pasión inútil”. Esta es la diferencia.

La diferencia es la libertad. Pero no el fetiche de la libertad, el liberalismo. Pues la libertad no se reduce a la posibilidad psíquica de elegir entre alternativas como ocurre en el mercado. Tampoco se agota en el cumplimiento de normas abstractas. Tratándose de una decisión entre alternativas, consistiendo en una decisión ética, la libertad antes que nada es el poder de autodeterminarse por completo, no tanto “elegir” sino “elegirse” y “aceptar ser elegido” para compartir y gozar el mundo en común, en vez de aprovecharse con egoísmo de él. De la libertad cristiana se espera la creación de relaciones humanas fraternas, inspiradas en el banquete que ha puesto Cristo como destino final de la creación y que la Eucaristía anticipa en esta historia con la celebración del perdón y la fracción de un pan que debiera alcanzar para todos y sobrar.

A los cristianos toca poner la diferencia, pero no sólo a ellos. ¿Cómo han de dialogar y cooperar los cristianos con los otros amantes de la libertad auténtica, religiosos o agnósticos, tan incoherentes como ellos mismos o más? Esta colaboración es tan importante que, de no ser posible, el cristianismo quedará pendiente en su aspiración de amor universal, quizás, por otro milenio.
Publicado en Cristo para el cuarto milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2002.

Originalidad del cristianismo

Es curioso. El cristianismo parece tan obvio. No lo es. Lo más raro es que solemos entender por cristianismo precisamente todo lo contrario: decimos que “amar” cuenta más que “ser amados”. La inversión de su sentido obliga una y otra vez a explicar su originalidad. Explicarla, en la medida que el amor inmenso de Dios por la humanidad se deja comprender.

La deformación moralista

Si simplificamos las cosas a dos, a “dar” y a “recibir”, descubrimos que frecuentemente se identifica al cristianismo con dar, no con recibir. Dar amor, compartir los bienes, fregarse por los demás, cargar con los sufrimientos ajenos, etc., parece ser lo más alto y hermoso. Por esta senda los cristianos de izquierda exaltan la solidaridad y los de derecha la beneficencia. Inútilmente se recriminarán unos a otros por su manera de concebir la caridad: ambas versiones del cristianismo consisten en lo mismo cuando privilegian el dar sobre el recibir. Por más que se afinen diferencias, comparten una tara fatal.

Todo falla cuando ilusoriamente se cree que Dios nos ama si “damos”. Imaginamos que ante Dios vivimos bajo “libertad condicional”: si nos portamos bien, Dios nos mantendrá su confianza; si le desobedecemos, volverá a castigarnos. Creernos dignos del favor de Dios, ganarnos su premio, desarrollar toda la vida ética buscando su aplauso, constituye la aberración más grande de la fe cristiana y, sin embargo, para el común de los mortales esta idea y esta práctica son tenidas por la fe más auténtica. A Dios no “se lo gana” nadie. Es El que “nos gana” con su amor magnánimo. Pero los “moralizantes” quieren que creamos que Dios es comerciante y nos echan a competir contra El y entre nosotros.

En cuanto “moralizantes” nos vanagloriamos de nosotros mismos, de la pureza de nuestras almas o actividades, en la misma medida que criticamos y despreciamos a los demás. Al no haber experimentado el amor gratuito de Dios, no conocemos la verdadera libertad y reciclamos el miedo en que vivimos. Porque no tenemos noción de un perdón radical, desconfiamos de Dios y del hombre. Y esto es lo más grave: para protegernos de Uno y de otro pretendemos asegurarnos la existencia imponiendo al resto nuestra interpretación rígida de la fe, la moral y la liturgia. Los “moralizantes” de todos los tiempos, de izquierda o de derecha, juzgamos duramente al prójimo porque queremos su salvación, pero no lo queremos a él ni a ningún ser humano en particular: ¡queremos manipularlos! Por esto, la conversión auténtica no consiste en pasar del catolicismo tradicionalista al cristianismo liberal, ni viceversa. Cualquier conversión verdadera se asemeja a la de San Pablo que desechó la justificación por las buenas obras para obtenerla de la pura fe en la bondad misericordiosa de Dios. Para San Pablo las obras buenas son prueba de la autenticidad de esta fe, pero nunca un “derecho” a la benevolencia de Dios.


Dios no da para que le demos, ni porque le demos nos da. La lógica del mercado, válida en sus límites, no debiera aplicarse a Dios, pero tampoco a las relaciones humanas en su nivel más profundo. En estos terrenos la competencia no perfecciona, arruina. ¿Puede haber algo más nocivo que “comprarse” los padres el cariño de los hijos?, ¿que validarse como padre con la promesa de una moto? Dios que nos ama sin condición y desinteresadamente, nos mueve a amar gratuitamente. La prueba de que Dios ama así es que Jesús no murió por los “buenos”, sino por los “malos”. No existe caso mayor ni más nítido de amor desinteresado. ¿Qué ganó Dios con la muerte de su Hijo? Ganó a los “malos” que en vez de dar a Dios algo a cambio (dinero, buenas obras o rezos), reciben de Él todo.

El ser humano sólo merece algo de Dios en Cristo. Jesús por su obediencia radical y por su inocencia, mereció de su Padre la vida nueva para sí y para la humanidad, pero no de un modo mecánico. Libremente, porque Dios desea la salvación y jamás la perdición de la humanidad, el Padre resucitó a Jesús de la muerte y convalidó su sacrificio a favor de todos nosotros. En Cristo, también nuestros sufrimientos voluntarios y buenas obras son recompensados, pero no porque fuercen a Dios a premiarnos, sino porque en Dios todo lo que hay es amor. Cuando la gracia de Cristo predomina en nosotros, no recibimos más que dando porque no hay otra manera de dar que recibiendo. Así funciona la verdadera libertad, tan distinta de la libertad que es concesión de la ley o de los poderosos que no impera desde dentro y por amor, sino desde fuera y por miedo.

Pero recibir es difícil. Recibir es tan difícil como admitir ser perdonado. Si para recibir hay que agradecer, la forma sublime del agradecimiento es reconocer la propia miseria y aceptar humildemente el perdón. Más fácil es no reconocer deuda alguna y esforzarse en hacer que los deudores sean los demás, Dios incluido.

Recibir para dar

A decir verdad, no es que ser amados cuente más que amar. Ambos aspectos del amor son importantes, pero si se trata de poner las cosas en orden, no se puede amar bien sin haber sido amado primero. Lo que el hombre puede ofrecer a Dios no es nada que Dios no le haya ofrecido desde siempre. Ama y sigue a Jesús el que ha sido querido y llamado por Jesús. Cree en Dios ése a quien Dios ha dado motivos para creer en El. La ética cristiana extrae su verdad y su fuerza de la experiencia del amor de Dios en Jesús, en quien la bondad se ha personificado hasta las últimas consecuencias. La responsabilidad del cristiano se nutre de la “irresponsabilidad” de un Dios que ama a los pecadores. El cristianismo es una religión eucarística: el cristianismo es pura acción de gracias a Dios por tanto amor inmerecido que se traduce en amar alegre y gratuitamente.

La preeminencia del amor pasivo es un dato psicológico corriente. Si faltan los progenitores, otros con amor podrán suplir en el huérfano lo fundamental. Pero, quien en vez de amor sólo ha conocido el desprecio y el abandono, aunque tenga padre y madre, se le verá languidecer y pasmarse o creerá que tiene buenas razones para desquitarse de la sociedad. El amor gustado, amor auspiciador o reparador, crea personalidades seguras, fantasiosas, arriesgadas, flexibles, tolerantes y afectuosas.

En cuestiones de religión, no se trata de pasar en las iglesias de la guitarra al órgano ni viceversa; de la comunión en la boca a la comunión en la mano ni viceversa. No hay que confundir lo principal con lo secundario. Todo se juega en experimentar la Bondad Inconmensurable, y en creer en ella más que en esa “idea” de Dios que hemos forjado de El para defendernos de sus ganas de hacernos cariño. Sólo así podrá pasarse de una religiosidad “amarga” a una religiosidad “contenta”.

La religiosidad “amarga” es patológica. ¡Cómo puede ser sano que nos persigan para embutirnos la opción por los pobres del mismo modo como se rellena un pavo! Parecida molestia nos causan esos fieles a los que el temor al pecado y al infierno les ha chupado toda simpatía, y procuran las salvación de los infieles acosándolos e inhibiéndolos. Las sectas trafican con el miedo. Convierten el anuncio de la Buena Noticia del Evangelio en un manual de adoctrinamiento. La verdad estará siempre y toda de su parte; el error, siempre de la parte contraria.

La religiosidad “contenta”, en cambio, no violenta al prójimo. A nadie fuerza a la fe porque la fe es una gracia antes que una obligación. Tan hermoso es tomar la comunión en la mano o en la boca, si se hace con devoción. La religiosidad “contenta” no se juega en pequeñeces, va a lo fundamental. En vez de criticar a los demás y condenarlos, se contamina con ellos y carga con sus miserias. Esto hizo Jesús. De Belén a nuestro tiempo, Jesús ha compartido nuestra miseria para que podamos compartir la bondad de su Padre y agradecerla. El Hijo de Dios desde toda la eternidad es un Pobre que nada más devuelve a su Padre lo que desde siempre ha recibido libremente de El. La religiosidad “contenta” es agradecimiento puro. Mientras el cristianismo sea la religión de los débiles y los pecadores arrepentidos, mientras éstos amen a su vez desinteresadamente a los inútiles y a los “malos”, el mundo sabrá que hay un dar tan gratuito como el recibir que lo origina.

Publicado en Cristo para el cuarto milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2002.

La humanidad de Jesús

Jesús, en síntesis, quiere decir que Dios es humano.

Humano por compartir nuestra vida y destino. Humano por amar y sufrir por la humanidad hasta el extremo. Jesús ha sido hombre mucho más que nosotros. Tan hombre como sólo Dios puede serlo. Pero a unos cuesta entender que su divinidad no menoscabe su humanidad y a otros, que un hombre como él pueda ser divino.

Jesús es tan divino, se piensa, que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo contrario. Hoy hay tal certeza de su humanidad que resulta difícil creer que ha podido ser Dios. La Encarnación del Hijo de Dios es un auténtico misterio. Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos magnitudes -la divinidad y la humanidad- que parecen competir entre sí. Pero en Jesús, Dios no compite contra la humanidad, compite contra el pecado para salvar a la humanidad del sufrimiento y de la muerte. La divinidad no menoscaba la humanidad de Jesús. La perfecciona. El hombre del corazón apasionado y traspasado, Jesús, más que cualquier otra revelación, devela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega a ser hombre en plenitud.

La psicología de Jesús

Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de la persona del Hijo de Dios estos dos aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. Su psicología humana es expresión de su psicología divina, pero Jesús sólo humanamente se ha sabido el Hijo de Dios. El tema ha sido debatido a lo largo de toda la historia de la Iglesia y continuará siéndolo.

Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad. Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar ni entender palabra, que él es Dios? ¿Lloraba para parecer hombre o porque efectivamente era falible e ignoraba su futuro? Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿Cómo Jesús, en el curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de Dios?”.

Se equivocó Santo Tomás al conceder a Jesús de Nazaret la llamada “visión beatífica”, el conocimiento y la fruición de Dios propios de los bienaventurados en la gloria. El Hijo de Dios ha compartido en serio, y no en apariencia, nuestra historicidad. Los teólogos actuales se esfuerzan por combinar dos asuntos difíciles de compatibilizar: que Jesús ha llegado a saber históricamente, por una evolución intelectual e incluso espiritual, aquello que en virtud de su personalidad divina ha sabido desde siempre. Esto es, que su identidad última era divina y no meramente humana. Para explicarlo, Karl Rahner sustituye el concepto de “visión beatífica” por el de “visión inmediata”, para decir que Jesús ha llegado a saber objetivamente (por medio de la experiencia y el lenguaje humano) lo que subjetivamente ha intuido desde su concepción (su unidad sustancial con Dios). De modo semejante, los hombres intuimos nuestro destino trascendente; el niño en la cuna aún no tiene cómo decir lo que le pasa pero algo le pasa, y tratará de hacerse entender gritando o riendo.

Además del anterior, los teólogos admiten en Cristo un "conocimiento infuso", parecido al de los profetas y los grandes visionarios. Este ha permitido a Jesús comprender las Escrituras, el plan divino de salvación, el sentido salvífico de su muerte en cruz, en una palabra, su propia misión redentora y reveladora.

Por último, como es de suponer, ha de reconocerse en Cristo un "conocimiento adquirido". Por éste cualquier ser humano se apropia experiencialmente del mundo. Su reverso es, por cierto, la ignorancia, la prueba y posibilidad de equivocarse. Por muy sabio que haya sido el niño Jesús delante de los doctores en el Templo, el mismo Lucas cuenta que "Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2, 52). La Epístola a los Hebreos señala que “aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer" (Lc 5, 8).

Jesús ha podido ignorar muchas cosas. ¿Cómo pudo saber que la tierra es redonda y que gira alrededor del sol? En ese tiempo todos pensaban que era plana. Nada dice el Nuevo Testamento, pero desde el momento que él mismo dice: “Mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que Jesús comparte con nosotros una ignorancia bastante significativa. En el año 600 el papa Gregorio Magno, sin embargo, prohibió afirmar una ignorancia privativa en Cristo, es decir, una que le hubiera impedido cumplir su misión de revelador del Padre y su designio de salvación.

A propósito de su voluntad y libertad caben otras preguntas: ¿pudo Jesús decir a su Padre “Este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo desobedecerle? Si se dice que tuvo auténtica voluntad humana, autonomía plena, ¿pudo pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?

El concilio de Constantinopla III (años 680/681) definió que su naturaleza humana es íntegra, y que se adecua armónicamente a las exigencias de la divinidad. Constantinopla III estableció que en Jesucristo hay dos actividades y dos voluntades, humana y divina respectivamente, contra el parecer del Patriarca Sergio y del Papa Honorio. Estos, por cerrar toda posibilidad de pecado en Cristo, exigían se reconociese nada más una actividad (Sergio) y una voluntad (Honorio), impidiendo -posiblemente sin intención- que nuestra salvación fuese querida y actuada por el mismo hombre.

El concilio, sin embargo, no explicó cómo se adecuaba perfectamente la voluntad humana de Jesús con la voluntad de su Padre. Se limitó a afirmar los datos fundamentales de la revelación: la integridad de la humanidad de Jesús y su carencia de pecado (cf. Hb 4,15). También otros concilios insistirán en que Jesús no pecó ni tuvo pecado original (Toledo el año 675 y Florencia el 1442). Se dirá, además, que no participó de nuestra concupiscencia (Constantinopla II el 553), aquella consecuencia del pecado que, no siendo pecado, persiste incluso en los bautizados, inclinándolos a pecar (Trento el 1546).

El Salvador no pecó, fue inocente. Pero conoció la tentación. Aunque la tentación de Jesús no fue como la nuestra, contaminada de concupiscencia, la Epístola a los Hebreos señala que fue “tentado en todo igual que nosotros” (Hb 4,15; cf. Hb 12,1-2). Pero, ya fueran las tentaciones mesiánicas como aquella con que Pedro invita a Jesús al triunfo sin la cruz (Mc 8,31-33; cf. Mt 4, 1-11), ya la de Getsemaní (Lc 22, 29-46), Jesús las rechazó para hacer la voluntad de su Padre.

¿Cómo explicar la libertad de Jesús frente a su Padre? Conviene distinguir dos aspectos de la libertad: la libertad como libre arbitrio y como autodeterminación en razón del bien. Gracias al libre arbitrio, como en un supermercado, “elegimos” entre diversas posibilidades mejores y peores, inocuas desde un punto de vista ético. Pero existe una libertad más profunda, la de “elegirse” y “aceptar ser elegido” para un bien mayor: la libertad de todas aquellas cosas que nos esclavizan (dinero, status, trabas psicológicas, culpa, etc.) para escoger y amar bienes verdaderos (los hijos, la esposa, el bien común, etc.). Jesús ha gozado de libertad plena, de ambas libertades. Pero en su caso es tanto lo que Jesús ama la voluntad de su Padre, consistente en el predominio de su inmensa bondad, que no ha podido elegir otra cosa que dar su vida por amor. ¿Acaso podríamos convencer a un enamorado emperdernido que su querida no le conviene, que mejor piense en otra? Imposible. De modo semejante, en virtud de su libre arbitrio Jesús ha podido elegir entre diversas posibilidades que favorecían la consecución de su misión; de aquí que haya sido tentado. Pero respecto de su misión su autoderminación fue completa. Por su amor extraordinario a su Padre y a nosotros, Jesús vivió absorto en su misión y no pudo sino llevarla a cumplimiento por la entrega de su vida.

La misericordia de Jesús

Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana, sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. Esperamos así dar razón no sólo de la divinidad del hombre Jesús, sino sobre todo del significado último del hecho de ser hombre.

En el lenguaje corriente, se dice de alguno que es muy “humano” por su cercanía a las personas, su trato cordial, su capacidad de comprender y perdonar. “Humano” porque, sin ser cómplice, se involucra con las penalidades del prójimo y, para ayudarlo a superarlas, comparte su destino. Este concepto de humanidad se aplica a Jesús antes que a nadie. Porque, si asumiendo una psicología humana con todas sus posibilidades y limitaciones Jesús es uno más de nosotros, en tanto hizo entrar personalmente en la historia el amor compasivo de Dios no fue uno más, sino el mejor de todos. Es Jesús misericordioso y no el promedio de los hombres lo que determina qué significa “ser humano”.

Atendamos a su historia. Jesús centró su predicación en el anuncio del reinado de Dios: la cercanía de la bondad inaudita e incomprensible de Dios. Jesús vivió para su Padre y para el reinado de la bondad de su Padre entre nosotros (Mc 1, 14-15). Los destinatarios primeros de este reino fueron los pobres y los pecadores.

Jesús predicó el reino a los pobres (Lc 4, 14-19). El nacimiento pobre de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (Lc 1, 46-56). Jesús se identificó con los pobres en una miseria que en todo tiempo es un pecado, jamás una etapa de la humanización. Los “pobres de espíritu” como Jesús alcanzan la perfección evangélica más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento, conmoviéndose, confundiéndose con las víctimas de la “inhumanidad” y actuando en favor de ellas. La perfección evangélica ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es misericordioso” (Lc 6, 36; cf. Mt 5, 43-48).

Jesús también ofreció el reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no estaban en condiciones de cumplir con el moralismo de los fariseos y a los que violaban la Ley sin más (Lc 5, 29-32; 15, 1-2). Prueba de la gratuidad del reino es que se ofrece precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la Ley cuando su rigidez atenta contra su sentido benigno originario (Jn 8, 1-11) o ¡la cambia!, si se ha vuelto inhumana (Mt 19, 1-9).

Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que frecuentó. Se rodeó de los marginados de su época. A sus discípulos los escogió de entre todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas mujeres, insólito en la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho” porque tomaba y bebía con gente de mala fama, y se lo despreció por codearse con publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (Lc 7, 33-50). Jesús anticipó el sentido de la Eucaristía compartiendo la mesa con los “malditos”, los pecadores y los pobres.

Pero no es que Jesús se haya sumergido en los bajos fondos de la sociedad para proclamar su legitimidad. Sucede que el misterio de la Encarnación se verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana, autoritariamente, como si fuese posible rescatarla sin contaminarse con ella y disipar su dolor sin compartir su dolor. Jesús “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), como un pobre, inaugura el reino liberando de unos y otros males, pero sin suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del reino no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (Lc 6,24-26), sino como el último llamado al arrepentimiento.

El mesianismo de Jesús fue diverso de los mesianismos de sus contemporáneos. El proyecto de Jesús de la prevalencia de Dios no aparecería en la historia sin sus destinatarios, a la fuerza y por obligación, pero tampoco sin hacer suyas las consecuencias de su rechazo y el misterio del mal puro y simple. En la medida que Jesús pretendió derechamente la erradicación del egoísmo y la miseria, no tuvo más alternativa que cumplir su misión como el Siervo humilde y sufriente de Isaías, que eliminaría el mal cargando con él. En tanto Cristo subvirtió la religiosidad de su época rebelándose contra la distorsión de la Ley y del Templo, debió atenerse a las consecuencias. Su muerte "era necesaria" (Lc 24, 26), es decir, inevitable porque querida. Que la hayan querido los que lo mataron constituye un hecho contingente. Esta muerte era necesaria porque Dios Padre quiso amar a la humanidad con un amor tan grande como el amor por su propio Hijo; necesaria, porque Jesús quiso y optó por cumplir la voluntad de su Padre hasta compartir la muerte humana en todo su abandono, hasta penetrar en la orfandad atroz del infierno, con la sola esperanza en que el Dios de la vida colmaría ese reino de soledad con la calidez de su Espíritu. Desde entonces la perfección humana auténtica se expresa en la cruz y en la cruz germina como resurrección.

Jesucristo es el hombre. El Espíritu Santo extiende en la historia lo sucedido con Jesús. Dios salva la humanidad con el hombre Jesús, pero no sin nosotros; no sin nuestra opción libre, sino con nuestra libertad, ahora liberada de la inclinación a la inhumanidad y del miedo a la muerte, y con nuestra lucha.

Conclusión

No para salvarnos de la humanidad sino de la inhumanidad, ha entrado Dios en la historia como un hombre verdadero y el mejor de los hombres. Las reticencias a aceptar que Jesús es hombre, más que salvaguardas de la fe son expresiones de fe herética.

Si no fuera por el hombre Jesús, por su comportamiento histórico y su rehabilitación final, no sabríamos que el pecado no forma parte de la naturaleza humana ni tampoco que Dios es inocente del sufrimiento de la humanidad. Dos cosas para nada obvias. Gracias a Jesucristo conocemos quién es Dios verdaderamente, quién es el hombre y cuál es su destino. Por medio del hombre Jesús corregimos la idea de un “dios” abusador, justiciero o vengativo, y preservamos a la humanidad de los que la oprimen.

Pero, en definitiva, no basta creer en abstracto en la identidad de naturaleza del resucitado con nosotros ni tampoco basta conocer su extraordinaria actuación terrena. Es preciso tomar parte en su identificación histórica con la humanidad caída, identificándose con la pasión de su vida: su misión de anunciar la misericordia de Dios, rehabilitando a los pobres y perdonando a los pecadores. Sólo discerniendo el camino de Jesús en el Espíritu será posible reconocer en el hombre de Nazaret al Señor resucitado y al Hijo de Dios.

Jesucristo solidario y misericordioso, crucificado y resucitado es el Hombre. Mientras más este hombre influya en nosotros, más razones habrá en este mundo deshumanizado para creer que Dios es bueno, sólo bueno, y que nos ama.


Anexo: Jesús hombre divino y Dios humano

Desde antiguo en la historia de la teología la llamada tradición antioquena que ha sostenido que Jesús es un hombre divino, destaca el aspecto meritorio que tiene la adhesión humana libre de Jesús al plan redentor de su Padre, descartando en él la omniciencia (saberlo todo), así como el recurso a facultades fabulosas “extra-humanas” u omnipotencia (poderlo todo). Esta postura preserva un criterio teológico fundamental, a saber, que lo que en Cristo no ha sido asumido tampoco será salvado; si Jesús carece en algún aspecto de humanidad (instinto, razón, libertad, historicidad) ese aspecto quedará sin redención. Su divinidad no puede anular o eximir el ejercicio de esta humanidad.

La tradición antioquena se desvía de la fe, sin embargo, cuando postula que el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret no son una sola persona, sino que el hombre Jesús, sin ser Él propiamente Dios, se une a Dios por una pura decisión libre. Este es el “nestorianismo”. El “nestorianismo” es grotesco cuando a Jesucristo, como sucede con algunas versiones cinematográficas contemporáneas, se le adjudican pecados o concupiscencia para hacerlo más semejante a nosotros.

La tradición alejandrina, por el contrario, destaca el otro gran criterio teológico, el carácter divino de Jesús: Jesús es un Dios humano. Si Jesús no fuera Dios, de nada serviría que asumiera la humanidad, ya que sólo Dios puede con la salvación del hombre. En consecuencia, esta escuela teológica no tolerará que se predique a un Jesucristo en el que no se haga patente su divinidad, un Cristo ignorante de su identidad y misión trascendentes o un Cristo pecador.

La desviación de la tradición alejandrina consiste en privilegiar en Jesús su “psicología divina” a costa de su psicología humana, como si se tratara de dos “partes” homogéneas que compiten entre sí. El “monofisismo”, herejía contraria al "nestorianismo", tiende a negar en Jesús una voluntad y una actividad propiamente humanas y, evidentemente, cualquier indicio de ignorancia y a veces incluso de sufrimiento. En este caso el hombre Jesús es una especie de "superhombre" o una pura marioneta en las manos de Dios.

Publicado en Jorge Costadoat Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001, 192pp.